Nº 1.669 – 26 de Junio de 2016
Siempre me llamó la atención la escena en la que el Patriarca Jacob sueña y contempla una escalera que unía la tierra y el cielo, y por la que subían y bajaban ángeles, mensajeros divinos. (Génesis 28:10-22).
Es una escena que siempre ha venido a mi mente cuando me he encontrado en esa situación en la que nos sentimos muy solos y como impedidos de poder acercarnos a nuestro Señor.
Son esos momentos a los que nos referimos llamándolos “desiertos”, una realidad experimentada por todos los creyentes en determinados momentos de nuestra vida.
Pero después, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, sucede que, como si despertáramos de una ensoñación, se enciende la luz de nuestra alma y nos sentimos transportados hacia lo alto, hacia el resplandor.
Es como si hubiéramos recibido una escala, semejante a la de Jacob, y al ascender se nos concediera el don de lo alto, fuéramos iluminados y pudiéramos reflejar esa luz.
Entonces es cuando podemos olvidarnos de nosotros mismos, para unirnos al aliento pleno de la gracia divina, el que interpenetra todos los universos.
Son momentos en los que parecería que hubiéramos trascendido al tiempo, y nos sintiéramos sumidos en el ámbito en el que todo es uno, donde las distinciones propias a las que este mundo nuestro está ligado, hubieran quedado atrás.
Nuestra desnudez nos avergüenza. Quizá por eso nos cuesta desvestirnos completamente para entrar en el tálamo nupcial del Eterno.
Pero es imprescindible desnudarnos para llegar a ser uno con Él.
Sólo totalmente desvestidos de todo ropaje podemos recibir la plenitud de su Presencia.
Quiera Dios que nuestras plegarias sean por amor a la presencia divina, y no por nuestros intereses personales.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.