Nº 1.667 – 12 de Junio de 2016
Dijeron los sabios antiguos de Israel que el propósito de nuestra oración mediante palabras es regresarlas a su fuente superior, de donde brotaron.
Hay oraciones cuyas palabras parecen haber salido del diccionario, del cementerio de los vocablos, no del corazón.
Aprender a hablar desde el corazón no es tarea fácil, cuando nuestro vocabulario sólo es lexicográfico, pues es a eso a lo que nos enseñaron quienes a su vez así aprendieron.
Pero el Santo Espíritu de Dios nuestro Señor sabe como corregir esta deficiencia tan nuestra mediante la transformación de nuestras palabras en las voces divinas empleadas por el Verbo en la creación del universo.
Cuando descubrimos este proceso –aunque los ociosos nos tachen de místicos- comprobamos que nuestras plegarias se unen al flujo constante de la obra divina en la vibración del cosmos.
Cada palabra, cada voz, cada aliento, cada pensamiento, se une a su origen.
Las otras palabras no pasan del techo, pero éstas se elevan hasta Dios y nos son devueltas en forma de respuesta.
Todo esto sucede en un instante, en una fracción de segundo, pues está constituido por el tiempo que los griegos llamaron “kairós”, un lapso indeterminado de tiempo de calidad que transcurre en un instante y al mismo tiempo discurre continuamente, frente al “kronos” que nosotros podemos medir.
El tiempo como nosotros lo concebimos no significa nada delante de Dios, por cuanto la fuente divina es eterna, sin principio ni fin.
El Santo Espíritu de Dios nuestro Señor procura nuestra transformación en instrumentos que puedan recibir el aliento que fluye de lo alto, el viento que conduce en la dirección de la voluntad divina.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.