Nº 1534– 17 de Noviembre de 2013
Dijeron los sabios antiguos que el sabio verdadero no dice lo que sabe, y que el necio no sabe lo que dice, sino que habla sin pensar, y es como si disparara sin apuntar. Los necios resultan estar entre los más peligrosos de los hombres.
La palabra que retenemos dentro de nosotros es nuestra esclava; la que se nos escapa es nuestra dueña.
El prudente piensa lo que va a decir antes de que la palabra salga de entre los dientes. De ahí la voz “pru-dente”.
Creo que los sabios de la antigüedad tenían pero que mucha razón.
Unos peces se preguntaban qué era el agua, pero no hallaban respuesta. Entonce decidieron dirigirse a un pez sabio. Éste les dijo que el agua estaba a su alrededor, y aun así creían estar sedientos.
Nos ocurre con frecuencia, que creemos que el puño vacío contiene algo, y que el dedo que señala es el objeto señalado.
Hay un área de ignorancia en la mente humana que nos inclina hacia lo irrelevante y trivial, y lo que es peor, nos obnubila la consciencia de lo real.
La mayoría de las veces nos oponemos a muchas cosas por la sola causa de desconocerlas, de ignorarlas.
Para el que posee percepción, un simple signo es suficiente para entender y ser entendido.
Para el que no está atento, mil explicaciones le resultarán insuficientes.
Por eso se repite en las Sagradas Escrituras que el que tenga oídos para oír, oiga.
Mejor que mil palabras sin sentido es una sola palabra razonable que traiga paz a quien oye.
Como bellas flores llenas de color y de perfume son las palabras fructíferas de aquel que obra según ellas.
Mucho amor y buenas palabras. Joaquín Yebra, pastor.