Nº 1531– 27 de Octubre de 2013
Cuanto más se tiene, más se desea, y en vez de llenar, abrimos un vacío imposible de satisfacer. De ahí se desprende que no puede haber futuro para una sociedad en la que imperan el afán por el lucro y la dominación.
El vacío es la realidad última de todas las cosas, de toda forma y de toda experiencia. Todo cuanto empieza, ha de acabar. Por lo tanto, no es el vacío el origen de todas las cosas, sino su realidad última.
No hay inmortalidad en el hombre, como afirma el espiritismo que Dios llama abominación.
Dios es el único que tiene inmortalidad y habita en luz inaccesible. Así lo enseña el Apóstol Pablo en 1ª Timoteo 6:13-16.
Será en la aparición de nuestro Señor Jesucristo, en el Gran Día de Dios, con el Segundo Adviento de nuestro Señor y Salvador, cuando nuestra corrupción será revestida de incorrupción, y nuestra mortalidad será cubierta con inmortalidad.
Es Dios quien da vida a todas las cosas, agrega el Apóstol Pablo. No somos inmortales, sino mortales. No somos “superhéroes” sino polvo de la tierra vivificado por un soplo de Dios, un beso divino. Urge ser más humildes. Sólo Dios es Dios. Y la inmortalidad divina es la fuente de la que procede la vida eterna que nos es concedida, no como derecho propio, ni como inmortalidad inherente que hubiera en algún plano de nuestra existencia, sino como regalo de la gracia divina.
La vida eterna no está ni en nosotros ni en ningún elemento de la Creación que tiene principio y fin, sino sólo, única y exclusivamente en la Persona del Verbo de Dios, Jesucristo el Señor, bendito por los siglos. Jesús ha dicho: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (Juan 11:25-26).
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.