Nº 1526– 22 de Septiembre de 2013
Es imposible vivir con la mirada puesta en Jesús de Nazaret y no ser intercesores.
Es imposible leer el Evangelio y no reparar en la actitud intercesora de nuestro Divino Maestro.
Si no intercedemos, seremos prisioneros de la cárcel más inexpugnable, es decir, el espacio que media entre el pecho y la espalda, el que no nos permite salir de nosotros mismos.
La falta de intercesión nos convierte en prisioneros de nuestra propia vida.
Perdemos la perspectiva de la existencia y nos encerramos en nosotros mismos para pasarnos el tiempo contemplando nuestro propio ombligo, una labor nada creativa ni para nada gratificante.
Es imposible emprender una vida ordenada de oración y no reparar en tantos hombres y mujeres que nos rodean, a quines rodeamos, con quienes convivimos, y que precisan de nuestra intercesión.
Cristo Jesús resucitado, ascendido, glorificado y hecho Sumo Sacerdote del Orden de Melquisedec, es quien intercede por nosotros en el Santuario Celestial hasta el Gran Día de Dios, cuando vendrá con poder y gran gloria para resucitar a los que durmieron en la esperanza mesiánica y para transformar a los fieles vivos.
Esa es nuestra esperanza bienaventurada: La manifestación gloriosa de nuestro Gran Dios y Salvador Jesucristo.
Este es el Salvador que necesitábamos y el Intercesor que precisamos.
Sólo Jesucristo es intermediario entre el Dios Altísimo y los hombres.
Él es el único Nombre dado a los hombres debajo del cielo para que seamos salvos por toda la eternidad.
Mucho amor y mucha intercesión. Joaquín Yebra, pastor.