Nº 1499 17 de Marzo de 2013
Conozco hogares cristianos donde se permite a los niños no comer cuantas cosas dicen que no les gustan.
Tampoco comen verduras, hortalizas, legumbres, ni pescado porque tiene espinas.
Ya no quedan apenas padres que pasaron hambre, por eso no dan gracias a Dios sobre los alimentos, ni besan el pan cuando se cae al suelo. Quizás quedemos algunos abuelos.
La mayoría de nuestros hijos y nietos desconocen la geografía del hambre. No saben que un determinado país del que nos dan algunas imágenes en televisión no es una isla en medio del mundo, sino que el hambre cubre la mayor parte de este planeta azul desde lejos.
¿Cómo hemos podido acostumbrarnos a la realidad de que haya millones de hombres, mujeres y niños (perdón, quise decir, “niños, mujeres y hombres”) que mueren de hambre cada año mientras los gobernantes de las naciones acomodadas gastan inmensas fortunas en armamento y otras zarandajas?
No logro acostumbrarme a semejante indignidad, mientras “los enriquecidos son cada día más ricos, y los empobrecidos más pobres”, como dijo mi hermano Pedro Casaldáliga.
Este “pecado estructural”, que es como en el lenguaje eufemístico de la teología burguesa se denomina esta putrefacta indignidad, no es sino fruto pestilente de la injusticia generada por el egoísmo humano.
El grito angustiado de madres africanas de pechos flácidos por la carencia de leche es un aldabonazo contra los senos fraudulentos rellenos de silicona de las vacas de basán de nuestra sociedad.
Un día de estos en que salga el sol en medio de la noche, nos daremos cuenta de las palabras de Jesús que en plena vigencia sigue diciéndonos: “¡Dadles vosotros de comer!”
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.