Nº 1.692 – 4 de Diciembre de 2016
Cada ser humano es un mundo. Por tanto, hemos de respetar a todo ser humano que encontremos en el camino de la vida.
Recordemos que el camino de la vida no es sólo nuestro camino, sino también el camino de los otros.
Son tantas las diferencias entre los seres humanos cuantos habitantes contiene el planeta.
Y, sin embargo, los puntos de afinidad entre los humanos son los que nos convierten precisamente en seres humanos.
Sin embargo, las diferencias en ideas, en comportamiento, en convicciones, en lenguajes, en cultura, en trabajo, en historia, son inmensas.
Todo ello compone un enorme mosaico de riqueza, de misterio, de diversidad.
Este pluralismo universal es parte de la inescrutable y multiforme gracia de Dios nuestro Creador.
Es una de las más bellas realidades de la vida humana y de la totalidad de nuestra tierra.
Es también la manera preciosa en la que Dios nos enseña a conocernos a nosotros mismos a través de los otros.
Y no sólo eso, sino también la forma en que Dios quiere enseñarnos que cada corazón, compartiendo los rasgos de humanidad esenciales, encierra dentro de sí una distinción, un misterio, un secreto, una historia irrepetible.
Dios no clona, no se repite, sino que lleva su capacidad creadora hasta sus últimas consecuencias, es decir, hasta cumplir su anhelo de ser todo en todos.
No temamos ante lo diferente a causa de sus elementos distintivos, sino gocémonos ante la realidad ineludible de la biodiversidad, no sólo en la naturaleza, sino principalmente en los corazones de los seres humanos, nuestro congéneres.
Por eso es que lo que somos y lo que son los demás es obra de construcción que no podemos destruir, sino respetar.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.