Nº 1.734 – 24 de Septiembre de 2017
Con las Sagradas Escrituras en la mano resulta imposible negar que el corazón de Jesucristo se inclina decididamente hacia los empobrecidos, marginados, humillados y despreciados de entre los hombres.
Hay una distinción que no suele hacerse, y que, sin embargo, resulta sumamente esclarecedora: Jesús predicaba a los empobrecidos anunciándoles el Reino de Dios y su justicia, lo mismo que Él nos ha pedido que nosotros prosigamos haciendo hasta el día de su Segunda Venida en poder y gran gloria.
De ahí que no haya en el Nuevo Testamento ningún escrito en el que no se tenga a los empobrecidos en consideración.
Jesús fue enviado a predicar a todos el Evangelio Eterno, pero primordialmente a los empobrecidos, es decir, sin excluir a nadie, pero comenzando por los más desfavorecidos.
A la luz del mensaje de Jesús respecto al juicio a las naciones, registrado en el capítulo 25 del Evangelio según Mateo, no es exagerado decir que el propio Jesús es quien en los empobrecidos levanta su voz para despertar el amor solidario de sus discípulos.
El empobrecimiento, la opresión y sufrimiento en el mundo es lo más opuesto a Dios. Hablar de la pobreza como valor es ir frontalmente contra los planes de Dios. Sería mejor traducir “espíritu de pobreza” que “pobres en el espíritu”, ya que este hebraísmo puede ser fácilmente manipulado para justificar la desventura de millones de hombres, mujeres y niños, como ciertamente se ha hecho y se sigue haciendo, espiritualizando las palabras para eludir nuestra responsabilidad.
Pero asumir esto significaría reconocer que la Iglesia de Jesucristo, como comunidad de fe y cuerpo místico del Señor en la tierra, hemos de seguir el mismo camino que recorrió Jesús de Nazaret a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres, nuestros hermanos.
No podemos pretender vivir con la mirada puesta en Jesús, el Autor y Consumador de la fe, y al mismo tiempo mirar en otra dirección ante la realidad de los que sufren las angustias de la injusticia del orden establecido, el mayor de los desórdenes, al que infortunadamente nos hemos acostumbrado a tolerar.
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.