Nº 1.730 – 27 de Agosto de 2017
Según las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre Eterno se dirige precisamente hacia sus hijos menospreciados y perdidos. Marcos 2:17: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores.”
El que Jesús los llamara a ellos, y a nosotros por extensión, y no a los tenidos por justos, era aparentemente la disolución de toda ética; era algo así como sI el comportamiento moral no significara tanto a los ojos de Dios. Jesús refuerza esta interpretación atrevida elevándola a criterio discriminador último para la pertenencia al Reino que ha de venir, y a la salvación eterna.
La evangelización de los empobrecidos constituye el corazón mismo de la predicación de Jesús de Nazaret. Y de ahí es de donde nace el escándalo, del griego “skandalon”, es decir, “piedra de tropiezo”, no de la llamada que Jesús hace a la penitencia entendida desde criterios espiritualoides.
Jesús se dirige a los empobrecidos, a los marginados, a los enfermos, a los más desfavorecidos, a todas las víctimas de la injusticia. Y Jesús los llamó “pequeños”, los más “pequeños de entre sus hermanos”. A ellos es a quien primordialmente anuncia que Dios les ama. Pero esa opción divina no tiene nada que ver con el valor moral, espiritual o religioso de esa gente.
La opción genuinamente evangélica está exclusivamente basada en el horror que el Dios de Jesús siente ante el estado del mundo.
La decisión de Jesús es la de venir a restablecer la situación a favor de aquellos para quienes la vida es más difícil.
Jesús de Nazaret revela a Dios, no la vida espiritual de sus oyentes, muchos de los cuales, al igual que hasta el día de hoy, sólo buscan la manera de justificar religiosamente su impiedad.
No nos conviene olvidar que Dios busca siempre el bien para todos los hombres, sin distinción alguna. La sociedad humana es desigual, y tal desigualdad se debe a estar regida por una racionalidad egoísta, en la que predomina la voluntad del poder, el afán por el lucro y la dominación. El resultado ha de ser necesaria e invariablemente el abuso de los poderosos sobre los debilitados.
Esto es lo que acontece todos los días delante de nuestros ojos, razón por la cual, acostumbrados a la injusticia hemos llegado aceptarla como lo más natural e incluso “legal”. Pero ¿quién hace las leyes? ¿Radicará también aquí el olvido y desprecio en tantos círculos cristianos hacia la Santa Ley de Dios, justa, perfecta y eterna? Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.