Nº 1.723 – 9 de Julio de 2017
Hoy quiero hablaros de una de las muchas cosas que podemos hacer en el nombre de nuestro bendito Señor y Salvador Cristo Jesús: Se trata de perdonar a alguien. ¡Que no tienes a nadie a quien perdonar! ¿Estás seguro, segura? Piensa un poco, no te precipites. Piensa. ¿Ahora ya piensas en alguien? Bien, es un buen principio. Perdonar es una de las cosas más difíciles a las cuales somos llamados por Dios como discípulos de Jesús de Nazaret.
Cuando nos hieren, es muy difícil soltar el dolor causado por las heridas, por las acciones contra nosotros, por las ofensas, por las decepciones. El dolor se pega a nosotros, luego penetra cada vez más hondo, e incluso podemos caer en la tentación de acariciar ese dolor para que no se nos pase; para que se quede con nosotros produciendo una herida siempre abierta y una pesada carga sobre nuestros corazones. Queremos castigar a quienes nos han herido. Pero si mantenemos esa actitud, nos vamos a herir nosotros mismos más de lo que fuimos heridos por quienes nos cuesta tanto trabajo perdonar.
Nuestro Señor nos pide que soltemos toda raíz de rencor, para que podamos perdonar como nosotros mismos hemos sido perdonados. Cuando perdonamos no es tanto por quien nos hirió, sino por nosotros mismos. De manera que incluso en nuestro perdón se manifiesta nuestro egoísmo. Por eso es que el perdón más generoso, limpio y genuino es el perdón de Dios, que jamás merecemos, al entregar a su Hijo Jesucristo en propiciación por nuestros pecados. El Justo sufrió por nosotros, los injustos, para llevarnos a Dios, quien puede hablarnos en medio de las tormentas y los torbellinos de la vida, pero más frecuentemente nos habla, y con voz más clara, en medio del silbo apacible. El peligro radica en que nosotros acallemos esa voz queda del dulce Espíritu de Dios por el ruido del mundo y sus afanes. Escuchemos, tomemos tiempo para estar en silencio, y seguramente vamos a sorprendernos de lo que vamos a escuchar en la voz interior en la que se manifiesta el Santo Espíritu Consolador.
Quiera el Señor bendito fortalecernos en lo más íntimo de nuestro ser para que por la fe habite Cristo en nuestros corazones, y para que cimentados y arraigados en el amor divino podamos perdonar con el perdón de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones.
Mucho amor y mucho perdón. Joaquín Yebra, pastor.