Nº 1.700 – 29 de Enero de 2017
Las personas verdaderamente humildes tienen su corazón abierto para aceptar a los demás.
La verdadera humildad no tiene lugar para el fanatismo, la intolerancia y el odio.
Siempre es fácil aproximarse a los humildes, y no sólo en un acercamiento físico, sino en una cercanía comprensiva, porque saben escuchar.
Los verdaderamente humildes son seres formidables, porque nunca piensan en su propia importancia.
Si nuestro Señor Jesucristo caminara en nuestra sociedad hoy, ¿a dónde dirigiría sus pasos?
¿A una influyente comida con directores generales corporativos?
¿A una reunión con políticos y sindicalistas destacados?
¿A un “desayuno de oración” con el presidente de alguna superpotencia?
¿A un banquete con gente del espectáculo, estrellas del cine, celebridades y escritores de moda?
¿A una convención religiosa con pretendientes a la notoriedad que jamás la lograrían en la sociedad general?
¿O sería más probable encontrarle multiplicando panes y peces, sanando enfermos, liberando oprimidos, visitando cárceles y hospitales, abrazando a moribundos y proclamando el perdón de Dios a los pecadores?
A dios le atraen las debilidades. No puede resistirse a aquellos que humildemente y con sinceridad admiten desesperadamente que le necesitan.
Quienes al contemplar el mar no se sienten pequeños, es que no han visto realmente el mar.
Como afirmaba Norman Vincent Peale (1898-1993), predicador y escritor, “las personas que son verdaderamente humildes no se creen menos que los demás. Sólo piensan menos en sí mismas.”
Dios nos quiere tal como somos; pero nos ama tanto que no va a permitir que sigamos siendo como somos.
Cuando las gentes acudían a Jesús, nunca les decía: “Antes de curarte, cuéntame tus pecados.” El Señor los sanaba, y cuando se retiraban les decía: “Vete, y no peques más.”
Recordemos que no fueron los clavos los que sujetaron a Jesús en la Cruz, sino su inmenso amor.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor