Nº 1597– 8 de Febrero de 2015

Publicado por CC Eben-Ezer en

Jesús se levanta de la mesa, se ciñe la ropa, toma un balde ancho, lo llena de agua, se inclina delante de sus apóstoles y empieza a lavarles los pies. No lo ha hecho a la entrada. No es, pues, el simple acto de cortesía, sino algo más profundo.

Les lava los pies, los seca con cuidado, encorvado sobre el balde, ante sus discípulos amados.

Sólo Pedro replica no ser digno de tal servicio. Pero Jesús le advierte que si quiere tener parte con Él, ha de dejarse lavar.

El amor no se rebaja por bajarse a la altura del que ama; el amor no se encastilla en el empaque.

El amor de Jesús no es sino el reflejo perfecto, la imagen misma de la sustancia divina, es decir, del Amor, por cuanto Dios es Amor.

A Jesús le envía el Padre, y Jesús nos envía el Santo Espíritu Consolador para enviarnos a proclamar su Evangelio. Las palabras que Jesús nos dijo le fueron enseñadas por el Padre.

Si debemos guardar los Mandamientos de Cristo es para ser amados por el Padre.

Si debemos llevar fruto, y fruto abundante, es para glorificar al Padre; es decir, para que el Padre se gloríe en sus hijos adoptivos, los hermanos menores de Jesucristo.

La unidad del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo es la unidad que Dios quiere para todos sus hijos e hijas.

De ahí que el Nuevo Mandamiento sea que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado.

Esa será siempre la señal de identidad de los discípulos del Señor de Nazaret, el Crucificado, Muerto, Sepultado y Resucitado; el que ascendió a los Cielos, derramó su Espíritu, y vendrá a por los suyos en el Gran Día de Dios.

Entre tanto, dispongámonos a lavarnos los pies los unos a los otros.

Mucho amor.  Joaquín Yebra,  pastor.

 

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