Nº 1.631 – 4 de Octubre de 2015

Publicado por CC Eben-Ezer en

El verdadero amor no procede de nuestra presión a tratar de contentar a todos, de tener que congraciarnos con todos. Eso es sencilla y llanamente una locura, por cierto muy extendida.

El verdadero amor brota de nuestra libertad interior. Dios nos libera para amar, no para volvernos locos, o marionetas de los demás, que con crueldad consciente o inconsciente necesitan convertir a alguien en víctima propiciatoria, sea un toro de lidia, una cacería del zorro, tirar una cabra desde un campanario o estrujar literalmente la vida de un ministro del Evangelio.

El amor que procede de la presión de tratar de contentar y satisfacer a todos es fuente de dolor de cabeza para el que no hay analgésico que pueda aliviar. Por el contrario, cuando el amor es fruto de nuestra libertad interior, no hay dolores que valgan.

El cuerpo es un magnífico indicador que nos advierte si somos verdaderamente libres o si por el contrario nuestro compromiso está determinado por nuestra necesidad de ser aceptados por todos, por el miedo a decepcionar y perder de ese modo la simpatía y el apoyo de los demás.

Cuando caemos en esa trampa, no sólo no nos estamos haciendo favor alguno a nosotros mismos, sino tampoco a los demás, pues lo que estamos haciendo es convertirlos en espectadores de nuestra actuación.

Si nuestro amor depende de nuestras propias necesidades y de la presión de las expectativas de los demás, entonces ese amor nos hará daño a nosotros y a nuestros “espectadores”.

Lo que nos perjudicará será nuestra falsa idea acerca de nuestro servicio, y no el servicio como tal. De ahí la importancia de tener una idea clara de la realidad, para que no nos dominen y destruyan las cosas externas.

Puede que no haya una mejor definición de la fe que el camino a la libertad, el arte de una vida sana, y la praxis del amor no condicionado por presiones externas, sino por la libertad gloriosa de los hijos e hijas de Dios.

Mucho amor.  Joaquín Yebra,  pastor.

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