Nº 1.630 – 27 de Septiembre de 2015

Publicado por CC Eben-Ezer en

Cuando estudiaba la filosofía clásica me sentía atraído por el pensamiento del griego Epicteto (c. 50 – c. 125 d.C.), que vivió esclavo en Roma hasta su liberación en los días del emperador Nerón. Escribió diciendo: Los hombres no quedan confundidos por lo que sucede, sino por las ideas que se hacen de lo que sucede.”

De ahí se deduce que la muerte no es terrible, sino la idea que nos hacemos de ella. No es el objeto roto lo que nos hiere, sino la idea de indispensabilidad que nos habíamos hecho de dicho objeto. De las cosas que hacemos indispensables, forjamos nuestra propia identidad, y cuando las perdemos sentimos el dolor de la idea que nos habíamos hecho de ellas.

Por eso es que cuando asumimos la indispensabilidad de Dios, sólo Él nos conduce a la compasión, y por ende a la felicidad, nunca la materia, las cosas tangibles y perecederas. Cuando Dios ocupa el lugar de nuestro verdadero “yo”, y nos dejamos guiar por nuestro Señor, no anhelamos nada que no esté ya en nuestro poder, y tampoco vivimos atemorizados por su pérdida.

Entonces reina en nuestro corazón lo que los filósofos griegos denominaban la “ataraxia”, es decir, la “imperturbabilidad”, la auténtica felicidad, no basada en el “tener”, sino en el “ser”, es decir, en la “euroia”, voz que traducimos erróneamente por “felicidad”, pero que literalmente significa “rico fluir”; lo que a nosotros, como cristianos, nos hace pensar en el Santo Espíritu Consolador que fluye del seno del Padre y del Hijo.

Así podemos también aproximarnos al pensamiento del psiquiatra y psicoterapeuta suizo Karl Gustav Jung (1875-1961), para quien “el hombre sólo logra ser él mismo cuando admite en él la imagen de Dios. Y cuando Dios habita en el hombre, alcanza éste su verdadero ‘yo’.” No acariciemos, pues, nuestras heridas. Dejemos que se curen y cicatricen. Dios quiere que cada uno de nosotros hallemos nuestro puesto y papel en el teatro del mundo, para tratar con los demás hombres, y, sobre todo, para ser nosotros mismos.

Mucho amor.  Joaquín Yebra,  pastor.

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