Nº 1.629 – 20 de Septiembre de 2015

Publicado por CC Eben-Ezer en

Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, y uno de los padres de la iglesia (347-407 d.C.), escribió estas palabras: “Quod qui seipsum non laedit, Nemo laedere possit.” Es decir, “Nadie puede herir a quien no se hiere a sí mismo”. Cuando miramos nuestras propias heridas, no hemos por menos que admitir que al menos una parte de ellas se debe a nosotros mismos.

También es cierto que resulta peligroso darle a una frase un valor total y absoluto. Cuando nos hieren de niños, no podemos impedirlo. Pero creo que la frase de Crisóstomo contiene mucho de cierto, particularmente en nuestros días, cuando se tiende a cultivar las heridas y acariciarlas para jugar a víctimas toda nuestra vida, y así sacar alguna ventaja de ello, aunque sólo sea despertar pena en los demás y aprovecharnos de ello.

Para algunos, alcanzar el lugar más codiciado es ocupar el lugar de la víctima, y de esa manera, sentirse libres de culpa, para descargarla completamente sobre otros. Esta tesis no puede llevarnos a negar la realidad del sufrimiento no buscado por muchos que efectivamente sufren, pero no puede cabernos duda de que para muchos el sufrimiento es un deporte que les permite manipular a los demás.

En el camino a Cristo, como experiencia creciente con Dios, somos liberados de los sufrimientos que nosotros mismos nos producimos, pues en él descubrimos que la verdadera libertad no consiste en liberarnos solamente de dominios exteriores, sino en liberarnos de nuestro propio “yo” esclavizador.  En el seguimiento de Jesucristo vamos a experimentar la liberación de los poderes del mundo y las presiones externas, pero nada de eso va a resultarnos eficaz a menos que nos liberemos también y principalmente de nuestras presiones internas.

Durante siglos el cristianismo organizado se ha centrado en una moral y una ética dictadas desde el poder avasallador de los poderosos sobre los débiles. Creemos y proclamamos la urgencia de la vuelta a lo más esencial del mensaje cristiano: La libertad interior, por cuanto la experiencia de Dios y la experiencia de la libertad son sustancialmente idénticas.

Mucho amor.  Joaquín Yebra,  pastor.

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