Nº 1.624 – 16 de agosto de 2015

Publicado por CC Eben-Ezer en

El amor de Dios, que excede a todo conocimiento humano, tiene unas cualidades que se revelan en la persona y obra de Jesús de Nazaret.

En nuestro Señor nos llega todo lo que del amor divino puede asumir nuestro limitado conocimiento. No creemos equivocarnos al afirmar que Jesucristo es la encarnación perfecta del amor.

El amor de Dios presenta la cualidad de su gratuidad. Al igual que el árbol o la rosa, no pide nada a cambio. Se da generosa y abundantemente, sin egoísmo  ni malicia, de manera espontánea.

Dios disfruta de tal manera amando que no repara en el coste de la entrega. Por eso se nos dice que quien no escatimó a su propio Hijo, nos dará juntamente con Él todas las demás cosas.

La luz, la fragancia y el trino de las aves se dan aunque no haya nadie cerca para disfrutar de tales dones. Y lo mismo acontece con el amor de Dios, que alcanza a todo el que entre en su ámbito.

El amor divino sencillamente es, sin necesidad de que haya ningún objeto. Por eso no hay limitación para quienes opten por beneficiarse de él.

Además, el amor de Dios es libre. Jamás permitirá que entren en juego coacciones, controles o conflictos. ¡Qué diferentes son las versiones de amor del mundo, en las que penetran y copan los afanes por comprar, adquirir o merecer el amor!

Cuando reflexionamos al respecto nos percatamos del mucho control y las muchas coacciones que se dan en el mundo, y que siempre y sin excepción asesinan todo brote de amor.

Si somos observadores comprobaremos que cuando no hay control ni coacción en los caminos de la vida, surge el amor en libertad. Y puede que un día nos percatemos de que la voz “libertad” no es sino un sinónimo para referirnos al amor.

Mucho amor.

Joaquín Yebra,  pastor.

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