Nº 1589– 14 de Diciembre de 2014
Un día un hermano vino a mí para confesar que era un “bocazas”. Esas fueron sus palabras. Cuando le pregunté por qué se consideraba de tal modo, me respondió que hablaba con suma rapidez, juzgaba rápidamente a todos y se sentía fácilmente indignado ante los tropiezos de los demás…
Añadió que su tema de pensamiento y charla eran todos los “dimes y diretes” de los círculos en que se desenvolvía, comprendida la comunidad cristiana…
Sabía quien era quien en todas partes, quienes se habían peleado en casa, quien se había ido del hogar, qué travesuras habían hecho los chicos de los otros…
Y cuando llegaba a sus oídos lo que los demás sabían de él (o de ella), se indignaba todavía más, porque pensaba que con su carita de no haber roto nunca un plato, podría ocultar la realidad de su vida, sus pensamientos, deseos, ansiedades y todo lo demás.
Le pregunté: “¿Quién crees que sabe todas esas cosas de ti?”
Le invité a pensar un momento en silencio (¡Gracias, Dios mío, por el silencio!) y que se dijera a sí mismo: “Desde ahora voy a callarme y dejar de hablar sobre los demás, porque si los demás supieran acerca de mí una pequeña parte de lo que yo sé de ellos, no me sentiría precisamente orgulloso.”
Las palabras siempre ponen algo en movimiento, y en aquella ocasión pusieron en marcha nuestros corazones y pudimos orar juntos.
Nuestro Señor trajo palabras de amor, de alegría, de comprensión y renovación. Esa es labor sutil del Santo Espíritu de Dios.
Una palabra suya llega hasta el corazón y lo cambia.
Una palabra del Señor es como pan en tiempo de escasez.
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.