Nº 1580– 12 de Octubre de 2014
He buscado la causa profunda de la felicidad humana, pero nunca la he encontrado en el dinero, en el lujo, en el propio provecho, en el afán por el lucro y la dominación.
Nunca la he hallado en el poder, en la fama, en el ocio, en el ruido ni en los placeres pasajeros.
En las personas felices he encontrado siempre una rica vida interior, una alegría espontánea hacia las pequeñas cosas, hacia la sencillez.
En las personas felices me ha impresionado siempre la falta de envidias insensatas.
Nunca he hallado en ellas premura, impaciencia, agresividad o divismo.
Casi sin excepción, poseían grandes dosis de humor como clave para entender y explicar nuestra sociedad.
Por el contrario, entre los desdichados he hallado a muchos que poseían grandes bienes materiales, pero carecían del arte de saber disfrutarlos.
He visto en ellos, siguiendo la trayectoria de su vida, cómo habían crecido en ellos los amores egoístas, mientras la crueldad tejía sus trampas y esparcía sus señuelos meticulosamente.
He comprobado que en medio de la opulencia se iba extendiendo sigilosamente la tenebrosa sombra de los gusanos y las moscas del maligno que anticipa la putrefacción.
Pero frente al fruto del engaño en la más densa sombra, se alza la luz gloriosa del Unigénito Hijo de Dios, el que siendo Uno con el Padre, es al mismo tiempo nuestro Hermano Mayor y Redentor Eterno.
Sus brazos están siempre extendidos esperando recibirnos, perdonarnos, limpiarnos y llenarnos con su Santo Espíritu.
¿A qué estás esperando, hermano, hermana?
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.