Nº 1564– 22 de Junio de 2014
Jesucristo nos ama y recibe tal como somos, y donde nos hallamos, pero nos ama demasiado como para dejarnos donde estamos y como somos.
No fueron los clavos de veinte centímetros utilizados por los romanos en sus ejecuciones los que sujetaron a Jesús en la Cruz del Calvario, sino su amor indescriptible.
De amor son también las cuerdas con que nos ata cuando acudimos a Él para ser liberados.
El amor de Cristo cura y daña, fascina y asusta, mata y revive, atrae y rechaza. No puede haber nada más terrible o maravilloso que estar herido de amor por Jesucristo.
En las huellas de Jesús de Nazaret llegamos a entender que verdaderamente Dios es Amor, y todo el que vive en la praxis del amor vive en Dios, y Dios vive en él o en ella.
Ahí radica también la garantía de que mi oración llega a Dios, cuando Él está cerca de mí en la medida en que hago bien a mis hermanos…
En la medida en que logro ver a Jesús de Nazaret en los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos y privados de dignidad y libertad.
La manera en que mire a mi prójimo, a mi cercano, especialmente al empobrecido y al menos afortunado que yo, determinará mi capacidad de ver a Jesucristo presente en sus hermanos menores, o bien me contentaré con una imagen, si soy católico, o con la Biblia desgastada del sudor de la mano, si soy evangélico.
“La manera como mire a los injusticiados, así estaré mirando a Dios.” (Obispo Oscar Arnulfo Romero (1917-1980), asesinado en El Salvador por esbirros a sueldo de la oligarquía, los “decentes de toda la vida”).
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.