Nº 1483- 25 de Noviembre de 2012
A veces nos creamos los “reyes del mambo”. En otras ocasiones nos vemos diminutos y nos despreciamos a nosotros mismos. Estos suelen ser movimientos pendulares frecuentes en nuestra vida. En ambas ocasiones extremas pecamos, es decir, nos pasamos o nos quedamos cortos.
Aunque nuestra vida nos parezca muy pequeña, y sin duda lo es, el testimonio de las Sagradas Escrituras es que nuestra vida no es insignificante para Dios nuestro Señor.
Recordemos las palabras de uno de los libros menos leídos de las Sagradas Escrituras:
Eclesiastés 11:5: “Como tú no sabes cuál es el camino del viento, o cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios, el cual hace todas las cosas.”
Un asesino podrá ocultar su crimen a los ojos de los hombres, pero no logrará esconderse de los ojos del Señor, por cuanto el Eterno conoce todo cuanto acontece en los corazones de los hombres. No hay niebla ni oscuridad en que se pueda envolver el malvado.
Por eso debemos guardarnos de pecar contra Dios y contra nuestro hermano, vecino o distante. No debemos creernos superiores a los demás, pero tampoco debemos caer en el pecado de menospreciarnos a nosotros mismos y considerarnos diminutos y sin importancia para Dios, Padre bueno y misericordioso para con todos.
Somos criaturas de Dios, obra de sus manos, y primeramente un pensamiento suyo. Por eso se nos dice que el Eterno nos conoce desde antes de la fundación del Universo. Por eso hemos llegado en su momento a ser quienes somos.
¿Somos conscientes de la maravilla de la singularidad de la vida? ¿Nos hemos percatado de su irrepetibilidad y sus implicaciones éticas?
Jesús ha dicho que valemos más que muchos pajarillos. No podemos consecuentemente amar a Dios y despreciar la vida.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.