Nº 1371– 19 de Septiembre de 2010
Si nunca condenáramos a nadie no tendríamos necesidad de tener que perdonar.
Si un hombre venciera a mil en una batalla, y otro se venciera a sí mismo, ése sería el más insigne de los guerreros, por cuanto la mayor victoria es la lograda sobre uno mismo.
Dice un cuento sufí que cierto hombre que padecía de insomnio se dirigió a un doctor devoto en busca de consejo. El médico le dijo que memorizara oraciones y las repitiera estando en el lecho. “¿Y curará eso mi insomnio?” preguntó el paciente. “No”, replicó el doctor, “pero dejará de molestarle.”
El pastor ofreció la solución perfecta a un matrimonio que nunca dejaba de reñir. Les dijo: “Sencillamente, dejen de reclamar como un derecho lo que pueden pedir como un favor.” Y las riñas cesaron al instante.
Perdonar es una de las más bellas formas de creatividad. Es generar nueva vida y nuevas alegrías.
Es crear nuevas posibilidades en nosotros mismos y en los demás. Jesús nos enseña a perdonar setenta veces siete hasta el infinito.
Y virtuoso es aquél que no se absuelve a sí mismo de las imperfecciones de los demás.
Cuando hacemos del perdón una práctica constante, mantenemos un árbol verde en nuestro corazón, y, quizá, un pájaro cantor aparecerá un día para despertarnos suavemente.
Seguramente, a partir de ese momento dejaremos de sentirnos ofendidos tan fácilmente.
La dureza y la rigidez son cualidades de la muerte. La flexibilidad y la blandura son cualidades de la vida.
La vida es una larga lección de humildad. Dondequiera que se den el perdón y el amor, la compasión y la generosidad, allí estará siempre el Santo Espíritu de Dios, construyendo un templo con esos materiales, mientras los hombres tratan de erigirlo con piedras y argamasa.
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.