Nº 1369– 5 de Septiembre de 2010
Los humanos generalmente no reaccionamos ante la realidad, sino ante las ideas que tenemos de las cosas.
Un grupo de excursionistas quedaron atrapados en un lugar desértico, y como no tenían más víveres que unas latas de conserva cuyo plazo de caducidad ya había pasado, decidieron darle a comer a un perro que llevaban consigo para comprobar si la comida estaba en condiciones de ser consumida. El perro comió y pareció sentarle bien. Todos comieron alegremente, pero al día siguiente, al despertar se encontraron con que el perro había muerto.
Todo se pusieron a vomitar y algunos fueron presa del pánico. Cuando uno de los excursionistas, que era médico, se disponía a investigar de qué había fallecido el animal, uno de los excursionistas que se despertó un poco más tarde, vio la conmoción en que todos se hallaban, y les dijo: “¡No os preocupéis por el perro! Le atropellé yo anoche al intentar maniobrar el coche.”
El verdadero sabio no dice lo que sabe, y el verdadero necio no sabe lo que dice.
Muchos dolores nos llegan por juzgar con suma dureza, o bien precipitadamente, sin tener todos los datos para tomar decisiones.
Nos sobra mucho juicio condenatorio, y nos falta mucho juicio de discernimiento.
Si la manga de la camisa se mueve, la mano la mueve. Pero si la mano se mueve, la manga no tiene necesidad de moverse. De modo que si miramos lo sucedido y no conocemos la causa, podríamos imaginar que la manga tenía vida propia.
Nos oponemos a muchas cosas por desconocerlas. Por eso es que para quien posee percepción, ojos para ver, oídos para oír, un simple signo es suficiente. Pero para quien realmente no está atento, mil explicaciones no le bastarán.
¿Estamos atentos a la voz del Señor o estamos saturados de tantos ruidos exteriores que ya no tenemos oídos para oír? ¿Estamos escuchando las llamadas de compasión que el Eterno nos hace llegar por medio del testimonio del Espíritu Santo a nuestro espíritu?