Nº 1367– 22 de Agosto de 2010

Publicado por CC Eben-Ezer en

¡Qué hermoso es descubrir que estamos obedeciendo a nuestro Señor de forma natural, espontánea e impulsiva!

¡Qué alegría tan inmensa vernos a nosotros mismos obedeciendo al Señor como respuesta de amor y gratitud a Aquél que dio su vida por nosotros, sin que jamás podamos ser merecedores de ello!

¡Qué maravilla descubrir que ante determinadas situaciones de nuestra vida somos capaces de reaccionar de manera espontánea en conformidad con los mandamientos de Dios nuestro Señor, y no sentir una carga pesadísima al hacerlo!

¡Qué grato ver que podemos responder en manera armónica con la voluntad divina gracias a la presencia y la dirección del Santo Espíritu de Dios!

Si obedecer a Dios es nuestro mayor gozo, nuestro más intenso deleite y la alegría más hermosa, no tendremos que realizar ningún esfuerzo para vivir en conformidad con la voluntad de nuestro Redentor.

Esto acontece cuando somos conscientes del precio de la gracia que Dios ha pagado para ponerla a nuestra disposición como don, como regalo.

Esa manera de vivir es la que resulta de ser conscientes del inmenso privilegio que supone haber sido llamados por Dios mediante el Santo Espíritu a la amistad de Jesucristo.

Lo hemos dicho muchas veces, y no nos es molesto repetirlo y repetírnoslo: Cuando valoramos lo que el Eterno ha hecho por nuestra redención, por el perdón de nuestra vida pecaminosa, el don de una nueva naturaleza, y el regalo de la vida eterna, y todo ello al precio de la vida de Jesús de Nazaret, entonces el pecado deja de sernos atractivo.

La fe que obra por el amor resulta entonces absolutamente natural, sin tener que forzar nada. Queda alejada de nosotros la religión legalista, que nos hace sentirnos frustrados y decepcionados de  nosotros mismos al descubrir que no podemos vivir la vida cristiana en nuestras propias fuerzas, y comenzamos a dar entonces pasos bajo la gracia admirable, el rico don, de quien nos redimió y derrama su Santo Espíritu, el otro Consolador, para no dejarnos huérfanos.

Mucho amor.

Joaquín Yebra,  pastor.

 

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