Nº 1365– 8 de Agosto de 2010
Nadie puede herirnos tanto ni tan hondamente como nosotros mismos. Es alarmante la manera en que muchos, comprendidos algunos cristianos, se hieren a sí mismos, se autocastigan, autominusvaloran y autodescalifican.
La verdadera libertad se manifiesta sobre todo en que nadie puede herirnos si nosotros no queremos. La experiencia de la libertad interior determina la conducta entre el hombre y Dios, y también, naturalmente, la conducta del hombre con el hombre.
Para esta relación, necesitamos tres virtudes que el Espíritu Santo está siempre dispuesto a otorgar a quienes las anhelan: La limpieza o pureza, la fe –-entendida como confianza— y el pudor o prudencia.
Vivir la fe es también pasar nuestras ideas y nuestras proyecciones sobre los hombres y las cosas bajo la luz de Dios que se refleja en el rostro de Cristo, y que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones.
Así es como dejamos de ser prisioneros de nosotros mismos para poder entregarnos a los demás a través del amor con que Dios nos ama.
Por eso es que quien ama será siempre quien se ha liberado de sí mismo, de sus cargas y apegos, de las pasiones que más nos atenazan y atan.
La libertad cristiana es una libertad para el perdón y para el amor. Esta libertad que proviene de la fe de Jesucristo es el amor que puede entregarse sin hacer cálculos.
Cuando nuestro amor procede de la fe de Cristo, es decir, cuando es fruto del Espíritu Santo con que hemos sido visitados y ungidos, no hay tensiones en nuestra vida, por cuanto no actuamos buscando ser reconocidos.
Entonces no sentimos miedo a decepcionar y así perder la simpatía o la aceptación de los demás.
Si nuestro amor depende de nuestras propias expectativas y necesidades, y de las presiones externas, entonces ese amor nos hará daño por cuanto resultará una carga pesada más.
Amados para amar, perdonados para perdonar y beneficiados para beneficiar, y todo ello de pura gracia: Ese es el todo de la vivencia de la fe.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.