Nº 1362– 18 de Julio de 2010
Las cárceles están llenas de personas aparentemente arrepentidas. Pero una cosa es sentirse triste por haber realizado acciones punibles, y otra muy distinta es arrepentirse, es decir, sentir dolor por el daño hecho y darnos la vuelta para emprender un nuevo camino de la mano del Señor.
Una cosa es estar triste por las consecuencias de nuestra maldad, y otra muy diferente es arrepentirnos de nuestros pecados. El arrepentimiento que es según Dios es de una naturaleza completamente diferente. Consiste en sentir tristeza, efectivamente, por el daño infringido a alguien, especialmente a alguien a quien amamos, pero no quedarnos en la tristeza, sino emprender el camino de la restitución y de la novedad de vida.
El genuino arrepentimiento según Dios es obra del Espíritu Santo en nuestro corazón, mostrándonos nuestra ingratitud y maldad, llevándonos a los pies de la Cruz de Cristo para confesar nuestros pecados y recibir del Señor el perdón y la limpieza que necesitamos.
Cada uno de nuestros pecados, después de haber entregado nuestro corazón a Jesucristo, vuelve a herir el corazón de nuestro Señor, y cuando somos hechos conscientes de esta realidad, y de la labor actual de nuestro bendito Salvador en el Santuario Celestial, intercediendo por nosotros mediante la sangre que Él derramó en el Gólgota, sentimos el dolor profundo en nuestros corazones que nos facilita el abandono de la vida de pecado.
El genuino arrepentimiento de nuestros pecados se produce cuando acudimos a Jesucristo. A medida en que avanzamos en nuestra vida cristiana vamos comprendiendo mejor el alcance del amor y del perdón de nuestro Señor, y así aprendemos a confiar más intensamente en Aquel que nos amó de tal manera que dio a su Hijo Jesucristo en rescate por nuestras vidas perdidas.
“Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es Luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como el está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.” (1ª Juan 1:5-10).
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.