Nº 1320– 27 de Septiembre de 2009

Publicado por CC Eben-Ezer en

Todos recordamos la parábola de nuestro Señor Jesucristo sobre aquel publicano y aquel fariseo que subieron ambos a orar al templo de Jerusalem.

El publicano, cobrador de impuestos a su pueblo judío a favor del imperio romano, y, por lo tanto, despreciado por todos sus compatriotas, fue perdonado por Dios porque reconoció su pecado y pidió al Señor que le fuera propicio, sin excusas ni disculpas de ninguna clase.

El fariseo no pudo recibir el perdón del Señor tan rápidamente porque comenzó a disculparse delante de Dios y a despreciar a los demás hombres, ignorantes de la Ley, mientras que él pretendía ser un estricto cumplidor de los mandamientos.

¿Tenemos la humildad suficiente como para aceptar la lección del publicano?

¿Queremos dejar de jugar a ricos y maravillosos delante de Dios nuestro Señor?

¿Sentimos toda la fragilidad y todo el peligro del pedestal de las buenas obras, de los supuestos méritos, o de nuestra adscripción religiosa o denominacional, en el que solemos alzarnos, aunque nos cueste reconocerlo?

¿Nos damos cuenta de que solamente cuando estamos sinceramente convencidos de que no tenemos absolutamente nada presentable, podemos entonces presentarnos delante de Dios?

¿Queremos dejar de sacudir al aire nuestras oraciones inflamadas de vanagloria, para empezar a golpearnos el pecho como aquel publicano?

¿Cuándo vamos a convencernos de que el mundo irá mejor cuando nosotros, y tantos otros, nos sintamos no ya “distintos a los demás”, ni siquiera “iguales que los demás”, sino “peores que ellos”?

Alguien ha dicho acertadamente que las parábolas del Maestro con como cartas certificadas con acuse de recibo. Por lo tanto, esta parábola de Jesús, como todas las demás, exige una respuesta. Hemos de poner nuestro nombre en la lista de los justos o en la de los pecadores.

Pero tengamos mucho cuidado. Recordemos que Jesucristo no ha venido a buscar a justos, sino a llamar a pecadores al arrepentimiento, es decir, a darnos la vuelta.

Mucho amor y mucho arrepentimiento.     Joaquín Yebra,  pastor.

 

 

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