Nº 1314– 16 de Agosto de 2009
Mientras estemos convencidos de que nuestro templo o nuestro monte es más santo que el del otro, habrá conflicto entre nosotros.
¿Dónde hay que adorar? ¿En el monte Gerizim, de los samaritanos, o en el monte Sión, de los hebreos?
Jesús no cayó en la trampa de la diatriba litúrgica causada por la disputa entre judíos y samaritanos.
Jesús abre horizontes de una amplitud insospechada, libre de orgullo nacionalista: Llegará el día en que a Dios se le adorará en Espíritu y en Verdad, porque así quiere Dios ser adorado.
Los templos dividen a los hombres. Por eso se nos dice insistentemente en las Sagradas Escrituras que Dios no habita en templos hechos por manos humanas.
Dios conoce las consecuencias de levantar templos de piedra o de ladrillo. Los montes santos se enfrentan. Por eso es que Jesús muestra a alguien que está por encima de todos los templos y de todos los montes sagrados: El Padre, quien busca adoradores verdaderos, que le adoren en Espíritu y en Verdad.
A la religión nacionalista, étnica y etnocéntrica –hoy quizá diríamos denominacionalista- Jesús le enfrenta la profundidad divina del Padre. Ese es el centro religioso para nuestro Salvador. Ya no es el monte santo de Jerusalem y su tempo, ni el templo samaritano de Sebaste, en el monte Gerizim. Ahora está en el corazón del hombre, en el cuartito secreto donde el Padre escucha en secreto y recompensa en público.
A la religiosidad exterior, Jesús responde con la del Espíritu Santo, sin imposturas ni hipocresías religiosas. Del templo de piedras muertas al templo de piedras vivas. Para Jesús el hombre se hace lugar de Dios y verdadero santuario.
Nuestro corazón es el templo que Dios quiere de nosotros, y que no lo tomará sin nuestro consentimiento, por cuanto el Eterno es celoso de su propia imagen en el hombre. Y los sacrificios de ese templo han de ser la alabanza, la acción del bien a los necesitados y la ayuda mutua, por cuanto tales son los sacrificios que agradan a Dios.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.