Nº 1313– 9 de Agosto de 2009
El oficio de juez no tiene crisis. Pero no me refiero a quienes la sociedad ha togado encargándoles la función de aplicar las leyes. Me refiero al oficio de juzgar a nuestro prójimo condenatoriamente.
Jesús nos ha advertido que no juzguemos, para que no seamos juzgados. Porque con el juicio con que nosotros juzguemos seremos igualmente juzgados nosotros, y con la medida con que nosotros midamos, volveremos a ser medidos.
Esta no es una doctrina que aparezca en los credos, confesiones de fe declaraciones doctrinales de las denominaciones cristianas, ni antiguas ni presentes.
Dios guarda memoria de nuestros juicios, de nuestras sentencias condenatorias, y lo sorprendente es que nuestros juicios se volverán contra nosotros mismos. Así es la justicia divina. Y no habrá lugar a queja ni reclamación. Lo habremos querido así nosotros mismos.
Ahora solamente quedan los restos carbonizados de las hogueras que en el curso de la historia fueron levantadas por quienes se atrevieron y se atreven a matar en el nombre de Dios. Pero aunque los historiadores traten de edulcorar las páginas más turbias del pasado, la memoria de Dios no admite componendas ni arreglos.
Hay una escalofriante historia a nuestras espaldas constituida por desmanes y despropósitos, atrocidades y barbaridades ejecutadas en nombre del Eterno y por la salvaguarda de la fe. Es como si el episodio de la adúltera presentada a Jesús y su perdón incondicional no hubiera sido jamás leído en la iglesia del Resucitado.
Sutilmente hemos sido inducidos a apuntalar nuestras frágiles virtudes con las culpas y las acusaciones de los demás. Nos hemos especializado en esparcir los pecados y las responsabilidades de los otros sin quedarnos con una sola brizna de culpa en nuestras propias manos.
Nos hemos olvidado de las palabras de nuestro bendito Salvador, diciéndolas: «El que de vosotros esté libre de pecado, que arroje la primera piedra.»
Queremos, bajo la gracia divina, tener barro en nuestras manos, y no piedras. Después de todo, el fango ensucia y mancha, pero no hiere como las piedras. No fuimos hechos de piedra sino de la arcilla roja del suelo, la adamá; de ahí adam.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.