Una visión del Santo de los santos

Publicado por Joaquín Yebra en

Introducción:

El rocío brillaba sobre la hierba verde. El sol lucía más hermoso de lo habitual. Miles y miles de espectadores se agolpaban a lo largo del camino que media entre el Palacio de Buckingham y la Catedral de San Pablo, en la ciudad de Londres. Todos parecían estar  extasiados…

El silencio se disipaba con el clamor de las pezuñas de los caballos sobre el pavimento, mientras el carruaje dorado se deslizaba entre los guardas y dragones. Y desde sus asientos sonreían a todos un príncipe heredero y una princesa de cuento de hadas. Aquella era la «boda del siglo». En este hemisferio norte, muchos creyeron que aquel acontecimiento era un augurio de paz y de unidad. Para millones de personas, aquella boda, con su esplendor y majestuosidad, fue una manera de escapar de los males cotidianos. Fue como si los cuentos fantásticos de la lejana infancia volvieran a hacer acto de presencia. Sin embargo, aquellas campanas de boda duraron muy poco. Su pompa y boato fueron efímeros. Cuando cesaron los festejos reales y los medios de información encontraron otros fulgores y miserias que exhibir, muchísimos se percataron de que los grandes problemas del mundo seguían estando ahí.

Luego se harían públicos los pecados de infidelidad, de fornicación y de adulterio, los cuales pondrían rápidamente fin a aquellas escenas idílicas. Y unos pocos años después, aquella hermosa princesa perecía dramáticamente, en las más oscuras circunstancias.

Muchos millares, millones quizás, quedaron expuestos a la realidad de que los tronos de los hombres son muy frágiles. Entonces llegarían los mercaderes de cualquier cosa, con sus canciones, discos, postales, pins, libros, revistas, reportajes, y toda la carga del merchandising de la miseria humana.

Hermanos, llegará el día cuando todos mirarán hacia un trono real infinitamente más magnífico de lo que la mente humana puede entender. Su grandeza no tendrá fin, por cuanto no se verá jamás afectado por las miserias que concurren en las pretendidas realezas humanas.

Dos profetas privilegiados, Isaías y Juan, comparten con nosotros una visión breve, pero sustanciosa, de este trono de divina majestad.

La visión del Santo:

Isaías vio al Señor sentado sobre un alto trono. Su manto real era tan inmenso que llenaba todo el templo. Sobre el trono había serafines, seres celestiales, cada uno de los cuales tenía seis alas. Usaban cuatro de ellas para cubrirse el rostro y los pies, y las otras dos para volar.

Repentinamente, Isaías oyó el canto de un coro. Los serafines comenzaron a cantar: «Santo, Santo, Santo, el Señor de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria.» (Isaías 6:3).

El canto alcanzó un volumen tal que los cimientos del templo comenzaron a temblar y todo el santuario se llenó de humo:

«En el año en que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, Santo, Santo, el Señor de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo.» (Isaías 6:1-4).

Isaías sintió profundamente la santidad de la visión. Lo demuestra su reacción inmediata:

«Entonces dije: ¡Ay de mí! Que soy muerto, porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos.» (Isaías 1:5).

Aunque Isaías no comprendió todo lo que el Señor le estaba revelando, sintió, sin embargo, que la revelación de que él había sido objeto era algo glorioso. Quizá por eso, cuando el Señor preguntó: «A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» (Isaías 5:8a), el profeta respondió inmediatamente: «Heme aquí; envíame a mí». (Isaías 6:8b).

¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a ir al mundo para proclamar la grandeza de Dios?

Un Dios incomparable:

La grandeza de Dios se revela en todo cuanto existe. En esta época conmocionada en la que nos ha correspondido vivir, vemos a muchos filósofos y científicos luchar denodadamente por desaprobar la historia de la creación. Pero en Isaías 40:12, el Señor les formula algunas preguntas a las gentes de Jerusalem, porque el Bendito quiere que ellos vean por sí mismos cuál es su poder y grandeza:

«¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados? (Isaías 40:12).

Sería interesante llevar estas preguntas a los científicos y filósofos orgullosos que niegan a Dios. Sigue diciendo el profeta Isaías:

«¿Quién enseñó al Espíritu del Señor, o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?» (Isaías 40:13-14).

Es imposible enfrentar a Dios con un parangón. El Señor es el Incomparable. Su grandeza va más allá de toda posible comprensión:

«Él está sentado sobre el círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él extiende los cielos como una cortina, los despliega como una tienda para morar. Él convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana. Como si nunca hubieran sido plantados, como si nunca hubieran sido sembrados, como si nunca su tronco hubiera tenido raíz en la tierra; tan pronto como sopla en ellos se secan, y el torbellino les lleva como hojarasca. ¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis? dice el Santo.» (Isaías 40:22-25).

Y, sin embargo, el Señor nos conoce de una manera extraordinariamente íntima y personal:

«Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres; ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio.» (Isaías 40:26).

¡Cuán grandes son la alabanza y la adoración que el Señor se merece!

Digno de Gloria y alabanza:

La gloria y alabanza que el Señor recibe en los lugares celestiales nos es descrita por Juan en la visión que a él le fue concedida. Son dos visiones idénticas las que se les otorgan a Isaías y a Juan. El primero, Isaías, es probablemente un sacerdote a quien Dios llama a ser profeta; de ahí que reciba la visión en el tempo. El segundo, Juan, está deportado por la policía del emperador Domiciano a la isla de Patmos, por predicar el Evangelio de Jesucristo.

La visión de Isaías se caracteriza por la sobriedad hebrea antigua, mientras que la visión de Juan nos llega con muchos más detalles gráficos. Además, Juan es llevado hasta el mismísimo trono de Dios, donde todo cristiano tiene derecho a estar por la sangre preciosa de Jesucristo: Leamos Apocalipsis 4:1-11.

La grandeza y majestad del Señor son únicas:

Con frecuencia escuchamos a atletas y políticos, entre otros, presumir de ser los mejores. Otros, de poseer «sangre azul», o de pertenecer a la «nobleza», o de poseer títulos y demás honores y privilegios. No pueden evitar el declarar su grandeza. Todos nosotros conocemos a más de una persona que padece de severa inflamación del ego, del «yo». Pero sólo la gloria y la majestad del Eterno pueden reclamar esa grandeza que sólo Dios posee.

La majestad divina es única e incomparable. Ninguna lengua puede ni podrá describirla. Todos los atributos del Señor van más allá de toda comprensión humana. Por eso sólo Él puede ser adorado. Y nosotros, creados a su imagen y semejanza, necesitamos alabarle y adorarle. Sólo estorba para esto el pecado, la separación de Dios. Por eso es que tan pronto somos limpiados por la sangre de Jesucristo, surge en nuestro interior el anhelo de alabar y bendecir el nombre del Señor, de adorarle con todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo.

Por eso el salmista dice: «Todo lo que respira alabe al Señor. ¡Aleluya!» (Salmo 150:6).

Pon tu mano delante de tu boca y comprobarás que estás respirando… ¿Qué te impide, pues, alabar al Señor?

Conclusión

¿Podrás tú un día adorar y alabar al Señor ante el trono de su majestad? Sólo nos podrá ser permitido por la sangre que Jesús derramó en aquella cruz del Gólgota.

Ríndele hoy tu corazón al Señor Jesucristo para que puedas ser limpiado de todo pecado por su gloriosa sangre… Sólo el sacrificio de Jesús de Nazaret en tu lugar te permitirá un día presentarte ante el trono de la verdadera Majestad para disfrutar con Él por toda la eternidad.

Amén.

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