La humildad no se predica, se practica
La humildad no se predica, se practica Sin embargo hoy voy a tener la osadía de hablar de ella
Isaías 57:15
“Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”
No me gustan las personas que predican la importancia de reconocer las propias limitaciones pero que, sin embargo, creen que son más que los demás. Tampoco me gustan aquellos que hacen alarde de sus virtudes como si no hubiese otra cosa en el mundo. Algunos incluso colocan al final de sus declaraciones orgullosas que todo eso se lo ha dado el Señor para tapar su penosa situación.
Me recuerdan a esos niños ricos que humillan a los pobres diciendo que su papá hace esto y lo otro o tienen aquello o lo de más allá.
Son una buena expresión de la humildad falsa y afectada. Aquella que solo existe en apariencia y que presume con aires de superioridad por donde pasa. Es la misma que, aun cuando no podemos percibirla de manera consciente, nos provoca rechazo.
Lo que no es ser humilde
Ser humilde no es mostrarse constantemente inferior a los demás, ni someterse ni rendirse. Las personas humildes conocen sus limitaciones, las aceptan y conviven con ellas. A su vez, permiten que sus virtudes se conozcan por sus actos, no por sus palabras…
Sin embargo, una persona arrogante vive de manera constante en el enfado y en el resentimiento descalificando a los demás aún en el nombre de Dios.
Así, ser humilde no es dejarse golpear o arrastrarse por el suelo con cara triste, sino admitir nuestros errores, ser inteligentes para aprender de ellos y tener la suficiente madurez para corregirlos. La prepotencia, sin embargo, nos hace tropezar, cerrarnos puertas y no avanzar.
“Lo que la humildad no puede exigir de mí es mi sumisión a la arrogancia y a la rudeza de quien me falta al respeto. Lo que la humildad exige de mí cuando no puede reaccionar como debería a la afrenta, es enfrentarla con dignidad.”
-Paulo Freire-
La humildad, se lleva en el corazón. Las personas, han confundido la humildad, como un acto que les permite vestirse mal, vivir mal y hasta declararse ignorantes o inútiles, denunciando como soberbia el deseo de conocimiento o la búsqueda de nuevas soluciones a los problemas.
La humildad que se lleva en el corazón, es algo totalmente diferente. Si te quieres mostrar dignamente vestido y hasta perfumado, eso no tiene, nada de malo. Lo importante es que tengas la verdadera humildad, en el corazón, como para no olvidar, de dónde vienes, y de esa manera no tengas la necesidad de pasar, por encima de nadie y sobre todo, que te ocupes de conseguir que todos tengan justicia.
La falta de humildad es característica de las personas que no piensan más que en sí mismas y se creen superiores o mejores a los demás. Esto no les permite apreciar las virtudes ajenas y, en ocasiones, la envidia les corroe.
La falta de humildad genera cierto rechazo social consciente o inconsciente, lo que provoca que la soberbia acompañe a la soledad. Esto se debe a que el egoísmo nos disgusta aunque sea sutil.
Que alguien se vanaglorie o se priorice de manera exagerada resulta agotador y un atropello hacia la autoestima de los demás. Por eso, el reconocimiento de uno mismo en su justa medida hacia sí mismo y hacia los demás es mucho más esperanzador y constructivo.
No creernos más que los demás es un don que tenemos que trabajar a diario. Es fácil caer en la falsa creencia de que somos más hábiles o capaces que los demás para hacer algo, así como también lo es pensar que nuestros valores son mejores o más válidos en definitiva que somos más santos porque “HEMOS DECIDIDO ACEPTAR A DIOS” “¡Algún día los demás serán tan buenos como nosotros!”.
Una parte de nosotros, de la iglesia, podemos pensar que tenemos la capacidad de cambiar las reglas de Dios y orgullosamente creernos únicos para salvar, que los demás deben someterse a nuestras condiciones para alcanzar la salvación y si nos contrarían les acusamos de falta de humildad, cuando realmente somos nosotros los que hemos caído en falsa humildad por no doblar las rodillas a los designios de Dios.
Se trata de creer en lo sencillo y de admirar lo simple. Tiene que perdurar lo amable, la dignidad, la calidad de una persona. Ser humildes nos hace justos y grandes, pues nos ayuda a comprender cuáles son nuestros límites y tomar conciencia de lo que nos queda por aprender.
La práctica de la humildad debe ser un ejercicio diario, ya que nos ayuda a saber escuchar y a compartir silencios y a ser cercanos y sinceros con la gente que nos rodea. Así, nos transformamos en personas de calidad a la vez que logramos tocar a los demás con nuestras sonrisas y nuestros gestos.
La humildad es la base de toda madurez, pues para crecer primero tenemos que aprender que somos pequeños. Ser humildes es ser sinceros y desterrar a lo superficial.
La sencillez nos hace grandes porque nos muestra sin maquillaje ante los demás y nos ayuda a ver que hay situaciones menos complicadas de lo que creemos.
Alguien dijo: El humilde, reconoce que hasta los necios, pueden tener la razón. Nunca estarás preparado, para cambios en tu vida, si no eres humilde.