La fe que obra por el amor
Hebreos 11:1-2.
La fe es la confianza en la infinita misericordia de Dios.
Por eso es que sólo le fe verdadera puede hacernos humildes:
«Ciertamente él (el Señor) escarnecerá a los escarnecedores, y a los humildes dará gracia.» (Proverbios 3:34).
Cuando somos humildes, pequeños en nuestras propias fuerzas, y grandes en humildad, entonces estamos cerca de los verdaderamente grande, cerca de Dios:
«Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.» (Santiago 4:6).
Dice un viejo proverbio que «el hacha del leñador pidió su mango al árbol, y el árbol se lo dio.»
La fe expande nuestra conciencia, y nos hace ir más allá de nuestras naturales limitaciones humanas.
La fe es poder de Dios manifestándose a través de la oscuridad para que podamos vivir en la luz…
Esa luz que derriba más muros que la pólvora…
La luz de la victoria que atraviesa la noche de nuestros corazones…
Porque la verdadera fe es amor…
La Biblia nunca dice que «la fe todo lo cree», sino que quien todo lo cree es el amor…
Así de sencillo:
«El amor… todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser.» (1ª Corintios 13:7-8a).
El amor es el que todo lo cree… Luego la verdadera fe, la que todo lo cree, todo lo sufre y todo lo espera, es la fe-amor, la fe amorosa, la fe que obra por el amor…
La fe que nos asegura en medio de la noche más oscura que amanecerá…
Que la semilla de la promesa que está en lo hondo de la tierra brotará un día…
Que abrirá su corazón a la luz, y hallará su voz en el silencio.
La fe es la fuerza que nos anima a ser conductos a través de los cuales Dios haga sus milagros.
La fe nos da fortaleza para afrontar las adversidades en cualquier momento de nuestro aprendizaje, de nuestro discipulado.
La fortaleza interior deviene de la fe…
La fe, no como mera creencia, sino como la vivencia de experimentar a Dios en mí, a Dios en ti…
Eso es lo que nos permite mantenernos serenos en medio de las tormentas…
Así se vencen los temores…
Así se logra la ausencia de la ansiedad…
Así desaparecen las preocupaciones por el mañana, porque sabemos que el mañana está en las manos de Dios.
Cada prueba, cada circunstancia en la vida, se vuelve una oportunidad para elevarnos, para experimentar pacientemente la paciencia.
Así es como nos adiestra el Señor a renunciar al «yo».
La fe genera la paciencia que nos instruye en la confianza.
La fe nos impulsa a dar, porque nos enseña que recibimos aquello que damos… que recolectamos lo que primeramente hemos sembrado.
La fe me enseña que «dar» y «recibir» son una misma cosa…
Como una misma realidad son la fe y el amor, cuando proceden de Dios.
Una fe carente de amor no es nada más que una intolerancia religiosa, orgullosa y excluyente, sin eco en la vida y la enseñanza de Jesucristo.
Mi carne teme dar porque entiende que todo lo que da lo pierde…
Pero sólo puedo perder aquello que me pertenece.
Sin embargo, cuando por la fe-amor comprendo que no me pertenece nada, entonces puedo dar con libertad, porque sé que no puedo perder nada.
La fe nos hace generosos; capaces de compartir la abundancia que el Señor bendito nos da, y que nos vuelve siempre multiplicada:
«El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado.» (Proverbios 11:25).
La fe no me permite albergar pensamientos centrados en mí mismo…
Y de ese modo evitamos caer en orgullos y soberbias.
Sólo siendo pequeños, humildes, podemos ser tolerantes…
De lo contrario, caemos en la arrogancia de creer irrealidades acerca de nosotros mismos y del mundo en que vivimos.
La fe acaba con el temor que nos pone a la defensiva, y nos arruina tantos placeres sencillos de la vida…
De nuevo nos topamos con el misterio de la fe-amor, de la fe amorosa, de la fe que obra por el amor, por cuanto «el perfecto amor echa fuera el temor». (1ª Juan 4:18).
Sólo así dejan de generarse muchos de los conflictos y resentimientos que acaban con la paz y la armonía.
La fe alimenta nuestra alegría de vivir, y nos vuelve creativos, espontáneos, apasionados y contagiosos.
Y, finalmente, la fe nos vuelve agradecidos, por cuanto la fe obra por el amor, y la gratitud es la expresión natural del amor.
La gratitud es poder irresistible que diluye las fortalezas del «yo», los férreos egoísmos insolidarios.
¿Pero cómo llega a nosotros la fe?
«Oye, Israel: El Señor nuestro Dios, el Señor uno es.» (Deuteronomio 6:4).
«Así que la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios.» (Romanos 10:17).
Si tú has oído hoy la Palabra de Dios, nada te impedirá entregar tu corazón a Jesucristo, quien te amó y te ama de tal manera, que dio su vida por ti en aquella cruz del Calvario, ocupando tu lugar en el juicio que merecemos como pecadores.
Cuando el juicio de Dios venga sobre los hijos de desobediencia, ¿dónde estarás tú?
¿Te encontrarás entre los impíos y soberbios que no rindieron sus vidas al Redentor?
¿O estarás entre quienes hemos entregado nuestra vida en manos de Jesús de Nazaret, recibiéndole como único Señor y Salvador personal, eterno y todo suficiente?
«(Jesucristo) a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.» (Juan 1:11-13).
«Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna.» (Tito 3:3-7).
¿Cuántos en este día y hora responderéis a la llamada de la fe entregando vuestros corazones a Jesús de Nazaret?