El aposento de la oración

Publicado por Joaquín Yebra en

Mateo 6:5-15

Orar sin meditar es simplemente «decir oraciones», más o menos aprendidas, sea desde la niñez o del ambiente en que nos desenvolvemos.

Pero meditar no es fácil, particularmente cuando no se nos ha enseñado a hacerlo.

Empecemos por preguntarnos: «¿Qué es «meditar»?»

Nos llega esta voz al castellano desde el latín «meditari», y significa originalmente «estudiar», «contemplar», «estar en medio».

Ese es el sentido de la oración en meditación: Estar en medio, practicar la presencia de Dios, vaciarse ante la presencia Divina, entrar en contacto con la nada más profunda de nuestro ser ante la plenitud de la Deidad.

Por eso es que cuando oramos en verdad, no sólo estamos hablando ante el Señor, sino que entramos en Él… Nuestro vacío penetra en la presencia del Altísimo… Y ahí es donde somos llenos de su poder, entiéndase de su virtud:

«Y Moisés respondió: Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí.» (Éxodo 33:15).

Pero el Señor le había prometido a Moisés esa presencia, precisamente:

«Mi presencia irá contigo, y te daré descanso.» (Éxodo 33:14).

Orar es saber estar en la presencia de Dios.

Orar es descansar.

Orar es reconciliarse con Dios por la sangre de Jesucristo…

Reconciliarse con los demás, con uno mismo, y con la vida.

Cuando oramos verdaderamente nos exponemos ante la presencia del Señor, nuestro sol de justicia…

Y el sol no olvida a nadie… Si luce, no abandona a nadie, a menos que nosotros nos escondamos en nuestras sombras…

Y hay que esconderse para no orar… Esconderse de los hermanos, de la congregación, de nosotros mismos.

La oración verdadera nos permite ver de manera distinta.

Por eso despierta Dios las lágrimas en nuestra oración más profunda, porque suelen ver mejor los ojos que han llorado.

De ahí que el camino de la oración no sea cuestión de palabras, sino de sentimientos.

La gran doctrina de la oración no se encuentra en un versículo o varios versículos de las Sagradas Escrituras, ni puede enseñarse como si fuera cualquier otra clave, sino que, antes bien, ha de buscarse dentro del corazón, en la intimidad del aposento, con la puerta cerrada:

«Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.» (Mateo 6:6).

¿Y qué es «entrar en tu aposento»?

No se trata de tener un cuarto especial para la oración -por mucho que eso pueda ayudar- sino más bien entrar en nuestra intimidad, entrar en medio de la presencia de Dios.

Eso es «meditar»… Entrar en la presencia del Señor, esperar en Él, ante Él, quietos, sin prisas…

Si sólo el Espíritu de Dios puede entrar en la profundidad de Dios, entonces eso quiere decir que sólo Dios puede tener comunión con Dios… Es decir, que sólo Dios en nosotros puede entrar en comunión con Dios… Sólo lo inmanente puede entrar en comunión con lo trascendente, por el Espíritu Santo.

Sólo el infinito puede conocer el infinito…

El ser humano no puede vivir en el mundo si no tiene un trocito de cielo en su cabeza y en su corazón… Y la oración nos lleva ante una mesa dispuesta con manjares suculentos que son trocitos de cielo.

De ahí se desprende que en la oración meditada el hombre pueda pasar de las limitaciones propias de nuestro ser, con todas nuestras ideas ilusorias, y entrar en la conciencia real que nos hacer sentir la presencia de Dios en nuestra vida…

Si el Verbo se ha hecho carne, eso quiere decir que la carne también puede hacerse Verbo… Es decir, que la Palabra de Dios que se ha encarnado nos permite elevar nuestra carne hasta hacerse Palabra… Hasta hacerse realidad tangible… Hasta hacerse ese fuego interior que puede calentar a otros que pasan frío… Comida para los que tienen hambre… Ropa para los que han de cubrirse…Cordialidad para quienes son despreciados o marginados.

«Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad.» (Juan 17:23a).

Pero para entrar en comunión con el Señor es necesario querer entrar en esa comunión.

La verdadera oración requiere valentía, osadía…

Es el atrevimiento del hombre que vende todo cuanto tiene para comprar el campo en el que él sabe que se encuentra escondido un tesoro inmenso.

Es la locura del hombre que vende todo cuanto posee para comprar la perla de gran precio.

Los grandes enemigos de la oración son la inercia espiritual, la duda, la indecisión.

Son como grandes represas que retienen la corriente copiosa de agua, impidiendo que el manantial de la vida corra por el valle y riegue la semilla, produciendo la cosecha, la abundancia.

Es como si la gracia de Dios se quedara retenida, obstaculizada, impedida…

Pero cuando entramos en la presencia de Dios, la represa se levanta, las compuertas se alzan y el agua de la vida se desborda alcanzando cada rincón.

Recordemos que si el corazón del hombre ha de abrirse al flujo de la gracia de Dios, ha de abrirse igualmente hacia el propio hombre, hacia su propia interioridad, por cuanto el Señor quiere que su amor y el flujo de su vida –su Espíritu Santo– pase a través de nuestras vidas humanas.

No es la clara voluntad de Dios que nuestras vidas sean meros recipientes de la gracia divina, sino colaboradores activos con Dios en la radiación del bien que el Señor tiene para todos los hombres.

Para esto es menester renunciar a los bajos instintos del «yo», y elevarnos a las alturas de la interioridad, de la búsqueda de la semilla sembrada en nuestros corazones; a la contemplación gozosa de la luz interior que el Espíritu de Dios ha sembrado en nuestras almas.

Pero no debemos olvidar tampoco que esta comunión interior y mística con el Eterno nos capacita también para una relación eficaz con el mundo exterior.

El Dios que se hace carne en Jesús nos demuestra estar siempre en favor de la encarnación, de la corporeidad… Y la oración también tiene un cuerpo, y ese cuerpo es la fe en el Señor que ha prometido responder a nuestra plegaria; hacer que se encarnen voluntades y proyectos en formas y maneras que trascienden los caminos de las causas naturales.

Y aquí es donde entra la necesidad del abandono en la oración… Abandonarnos en las manos del Señor… Dejar que Él haga… Permitir que nuestras emociones, sentimientos, miedos y dudas se queden encerradas en nuestro «hacer», mientras nuestra fe permanece sola ante la presencia del Señor, en actitud de «no hacer», de las «no-obras», de nuestro corazón vacío ante la llenura del «Yo Soy» absoluto.

Estar ante la presencia de Dios es estar ante la Verdad, y el conocimiento de la Verdad nos hará libres, libres de todo otro conocimiento, de toda otra realidad…O dicho de otra manera, libres de todas las sombras que nos impiden recibir la luz de Jesucristo, el sol de nuestra justicia; la luz que ilumina y alegra.

El destino que Dios tiene para el hombre no es un sufrimiento eterno.

Esto se descubre orando… Orando se descubre que Dios quiere que nos tomemos tiempo para ser felices.

Cuando oramos cada día por cada día, comprendemos que hay que aceptar cada día como un don, como un regalo…

Hay quienes jamás comprende esto…

Son los que encuentras por la mañana, pero nunca te dan los «buenos días»…

Son los que no sonríen… Los que no se dan los «buenos días» a ellos mismos tampoco…

Se levantan por la mañana con la misma cara que mantendrán todo el día…

Te miran como se miran a ellos mismos.

Dios no ha creado hijos para el dolor y la angustia, sino para que seamos eternamente libres, eternamente sabios, amantes y santos.

No olvidemos que en la manera en que se nos describe la entrada del pecado en la raza humana se descubre la necesidad del engaño, de la mentira, por cuanto el hombre es víctima de la tentación, no su causante; víctima del engaño, no el engañador.

El pecado ha abierto una grieta en el alma humana por la que penetran las sombras, los temores, las inseguridades, los complejos, las soberbias que conducen a la desobediencia y al desamor.

Allí anidan, fermentan, crecen, se desarrollan y multiplican, extendiéndose por todo nuestro ser.

Y la implicación de esta realidad es que la oración verdadera opera aireando nuestra alma, disipando las oscuridades y tinieblas, liberándonos de los viejos complejos y los engaños arrastrados generación tras generación, en los que incluso se atribuyen a Dios terribles despropósitos que nada tiene que ver con el carácter del Señor según la revelación en las Escrituras.

La oración verdadera -la entrada en la presencia de Dios– en meditación, sin verborrea aprendida, siempre nos conduce al descubrimiento de que el amor al Señor es también amor a nosotros mismos, por cuanto en el amor nunca hay dos, sino uno…

Por cuanto en el amor el «uno» se funde en la luz del «otro», de manera que ya no hay ya más dos sino uno.

De ahí también que el hombre no pueda hallar descanso mientras vive alejado de relación de amor a Dios.

Y el amor de Dios es la belleza infinita que atrae al hombre a Dios, que hace brotar amor en los corazones humanos.

En la oración verdadera descubrimos que como la flor necesita del sol para llegar a ser flor, así también nosotros necesitamos del amor para llegar a ser verdaderamente humanos.

Sólo el agua puede cambiar un desierto en un vergel… Y sólo la oración verdadera puede transformar una vida religiosa, pero seca, en una relación personal con el Señor amado.

En la oración, el orante es hecho consciente de la presencia de Dios… Presencia que trasciende a la propia oración, y a la alabanza… Presencia que sensibiliza hacia la acción de gracias.

En la oración verdadera somos llevados a un nuevo orden de consciencia cósmica…

Es el descubrimiento de un universo dentro de nosotros mismos…

Es la consciencia de la presencia del Eterno, no tanto en el sentido del más allá, sino en el más acá más profundo, en lo más recóndito de nuestro ser.

Ahí es donde se halla el gozo que no puede ser arrebatado; el tesoro que no puede ser robado; la alegría más hermosa; los mundos inexplorados que anticipan el reposo y la paz que este mundo caído jamás podrá proporcionarnos.

Aquí tocamos también un gran misterio: La transición del «estar» al «ser»…

La transición de las turbaciones a la paz y la tranquilidad…

La transición de los cuidados y preocupaciones a la seguridad absoluta…

La transición de nuestra imperfección a la Perfección absoluta de nuestro Señor y Salvador.

Orar sin meditar es «decir oraciones».

Meditar ante la presencia del Amado es encomendar nuestro espíritu en las manos del Eterno… Desatarnos de cuanto nos produce cuidado y ansiedad…Entrar en profundidades del alma que de lo contrario permanecerán ocultas a nuestros sentidos…

Orar meditando ante la presencia del Señor bendito nos conducirá por el camino de la conquista de nuestros defectos de disposición y ánimo… Nos llevará por los senderos de la adquisición del carácter cristiano, de la reverencia y del dominio propio.

El Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones para que podamos practicar esta clase de oración…

Para que entremos en nuestro aposento, es decir, en nuestro ser más profundo: En el corazón, en el alma, para ser fortalecidos para hacer la voluntad del Señor… Para dejarnos abrazar por Él, por el maternal Espíritu consolador del Señor… Para dejarnos abrazar y bañar por las aguas del río de la vida.

La oración verdadera nos muestra toda la distancia que media entre ese amor a los hombres, al prójimo, como una realidad abstracta, para encarnarse en hombres y mujeres concretos, con nombres y apellidos, con rostros.

La oración verdadera nos conduce al reconocimiento de lo que realmente le debemos al otro, a los otros… Lo que podríamos compartir con los otros… Lo que podríamos dejar de exigir a los otros…

Sólo verás faltas en aquellos por quienes nunca oras… Solo verás manchas y vacíos, errores y culpas, debilidades y defectos, deficiencias y vicios…

Pero empieza a orar por esos «otros» y experimentarás el milagro de la reconciliación interior que nos permite ver a los demás como necesarios, no como «de-más».

No oramos por temor al compromiso…

No oramos por los misioneros por si el Señor nos envía a nosotros…

No oramos por los perdidos por si el Señor nos encarga tomar la red…

No oramos por los necesitados por si el Señor ablanda nuestro corazón y nuestras cartera.

No oramos por aquellos que nos tememos vamos a tener que amar tan pronto comencemos a orar en su favor, tan pronto iniciemos la práctica de presentarnos juntos ante la Divina presencia.

La oración verdadera, en Jesús y con Jesús, hace muchas cosas palpables… Ante todo, logra que comprendamos que Dios llega a ser hombre en Jesucristo para que en su amor los hombres podamos llegar a amarnos, es decir, a ser hombres.

La oración verdadera nos muestra que sin amor no somos nada… Porque las opciones son precisamente esas dos: el amor o la nada…

Sin amor todo se vuelve oscuro y frío… Y eso se descubre orando…Se sufre cuando no se ora…

En la oración, Jesús nos saca de nuestras estrecheces, de la contemplación obsesiva de nuestro propio ombligo.

La oración nos lleva de la mano al lugar donde se dejan las arrogancias, para tomar agua en el lebrillo, ceñirse la toalla y proceder a servir a los demás… Y ese «lugar» es Jesús de Nazaret, en quien se hace evidente que el amor no es un invento de los hombres, sino del Señor.

La oración verdadera es escuela de miradas solícitas, de sensibilidades del alma, de ojos agradecidos, de corazones cálidos, de buenas palabras curativas…

En la oración con Jesús aprendemos muy pronto que mi prójimo no vive al otro lado de las montañas, ni más allá de los mares, sino aquí, a tu lado, en la familia, en el hogar, en el taller, en la fábrica, en la escuela, en el mercado, pateando tu misma calle y compartiendo el mismo metro o autobús.

Llevamos mucho tiempo escuchando y haciendo oraciones…

Necesitamos aprende a orar…

Necesitamos aprender que orar es amar y perdonar…

Necesitamos entrar en el soliloquio gozoso de un alma que espera y contempla…

De un alma que medita…

De un alma que está en medio de la presencia de Dios.

Amén.

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