Nº 1595– 25 de Enero de 2015

Publicado por CC Eben-Ezer en

Todas las religiones del mundo responden a la necesidad que algunos hombres sienten de agradar a Dios. El origen antropológico de los derramamientos de sangre, de los sacrificios, de los cánticos y de todas las liturgias radica en procurar calmar la ira de los dioses.

Sin embargo, la revelación de la voluntad de Dios en Jesucristo radica en el anhelo divino por conformarnos a la imagen de su Hijo. Por eso es que Jesús no nos ha dejado una nueva liturgia, ni un nuevo sistema religioso, ni siquiera se ha molestado en escribirnos un libro.

Jesús derramó su sangre, es decir, su vida, y prometió derramar su Espíritu en nuestros corazones para no dejarnos huérfanos. La sangre de Cristo es limpieza de pecado y raíz de una nueva vida imperecedera para todo aquel que se arrepiente, es decir, se da la vuelta, dejando atrás la vana manera de vivir.

De ahí que el gran Mandamiento de nuestro Señor Jesucristo, y síntesis de su verdadera doctrina, es amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, con el amor del Padre al Hijo, porque nos ha visto amados por Jesús dándonos su vida en rescate por la nuestra.

Mientras que el mundo busca agradarse y agradar, recibiendo gloria los unos de los otros, Jesús, quien no se agradó a sí mismo, nos pone la meta de procurar siempre y ante todo el agrado del Padre Eterno, quien tiene toda su complacencia en el Hijo Sacrosanto.

Por eso nos dice el Apóstol Pablo que hemos de sobrellevar los unos las cargas de los otros, y así cumplir la Ley de Cristo.

No hay mejor camino para ser uno los unos con los otros, como uno es el Verbo con el Padre, que viendo a Jesucristo en los demás, especialmente en los que  no cuentan para los otros, solícitos en llevar ayuda del que lo necesita, ninguno indiferente al dolor y a la desgracia.

Mucho amor.

Joaquín Yebra,  pastor.

 

Categorías: Año 2015