Nº 1567– 13 de Julio de 2014

Publicado por CC Eben-Ezer en

Desde el lugar más hondo donde el amor abraza todo el dolor de la humanidad, el Padre alcanza a todos sus hijos e hijas.

A veces malinterpretamos nuestro dolor y el dolor de los demás, pensando que la fe y las lágrimas no pueden ir de la mano.

Pero el dolor no es una negación de la fe. Recordemos que el versículo más breve de las Sagradas Escrituras se halla en Juan 11:35, y simplemente contiene dos palabras: “Jesús lloró.”

La negación de la fe radica sencilla y llanamente en la desobediencia, por cuanto tener fe es fiarse de Dios con todo nuestro corazón, y quien confía obedece porque conoce a Aquél de quien puede fiarse.

Ése es Jesús de Nazaret, el fiador, el que pagó por nosotros, el Autor y Consumador de la fe, don de Dios.

Es cierto que el dolor es una oleada que a veces nos rebasa, choca contra nosotros con una fuerza inimaginable, nos arrastra a la oscuridad en la que tropezamos con superficies no identificables, y terminamos tirados en una playa desconocida, como si fuéramos náufragos.

Pero Jesús, el Señor de la vida, ha conquistado a la muerte. Él nos llama a salir de la tumba de un mundo muerto en delitos y pecados, para reunirnos con Él en la Vida.

En Cristo Jesús podemos encontrar dentro del dolor una experiencia con sentido. Primeramente, dándonos una dimensión extra de empatía hacia quienes también sufren. En segundo lugar, conduciéndonos a una relación más profunda con Dios. Y en tercer lugar, experimentado el dolor como una invocación del carácter de Jesús de Nazaret en nosotros.

Podemos aproximarnos a ser como Jesús porque Él optó por ser como nosotros, y toleró el dolor y la pérdida que es común a todos.

Mucho amor.

Joaquín Yebra,  pastor.

 

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