Nº 1331– 13 de Diciembre de 2009
La tradición cristiana nos mueve a pensar en este mes en el nacimiento de Jesús de Nazaret, en la encarnación del Verbo de Dios, quien es Dios, y fue hecho carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
En el Evangelio de Lucas resulta evidente que éste quiso pintar un díptico de Juan el Bautista y de Jesús de Nazaret, en el que sería bueno meditásemos en estas fechas.
Juan el Bautista es, como le describe Lanza del Vasto, discípulo cristiano de Gandhi, “la sombra del cuerpo de Jesús, quien anda a ras del suelo, a lo largo del camino.”
Y la sombra se parece al cuerpo, rasgo por rasgo, gesto por gesto, pero al mismo tiempo se opone a él.
Juan el Bautista es el hijo de la esterilidad y de la vejez de Elisabet y Zacarías.
Es del tronco de Israel, antiguo y algo seco, pero retoño digno de alta nobleza, no como el mundo la entiende, sino como Dios la designa.
Juan el Bautista abandona la ciudad, huye del templo, y se hunde en la profundidad del desierto de Judea.
Jesús de Nazaret nace de la doncella intacta, por cuanto Él es el sol naciente que visita el mundo; y la fuente de agua viva que quita la sed para siempre.
Jesús llega desde una aldea alejada y cruza el desierto para enseñar en los pueblos y ciudades, para instruir en los atrios del templo, para liberar y sanar a cuantos oprimidos salen a su paso.
Juan el Bautista se abstiene del pan y del vino, se distancia de todo y de todos; pero Jesús de Nazaret come y bebe, y se da a sí mismo dejándonos pan y vino para hacer memoria de Él, de su cuerpo y de su sangre, es decir, de su vida.
Juan el Bautista, el asceta, practica el ejercicio de la purificación, que es la preparación del camino al que viene tras de él.
Juan el Bautista es ciertamente el umbral y vestíbulo de la historia de Jesús el Cristo.