La imagen que Dios quiere que tengamos de nosotros mismos
La antigua mitología griega cuenta la historia de Narciso, el hijo de un dios acuático y una ninfa. Narciso era extraordinariamente bello, pero su corazón era sólo vanidad. Vivía tan preocupado de sí mismo y de su hermosura que no prestaba atención a nadie más. Una ninfa llamada Eco quedó tan herida por su amor no correspondido por Narciso, que fue debilitándose hasta desvanecerse y reducirse sólo a su voz. Los dioses se enfadaron mucho con Narciso por su egocentrismo, decidiendo someterle a un castigo ejemplar. Le hicieron beber en un estanque de aguas cristalinas en las que se reflejaba su imagen, y allí quedó atrapado por su propia hermosura, sin logar separarse del reflejo de su apariencia en el agua. Narciso fue debilitándose más y más hasta morir. Y en el lugar en que cayó su cuerpo surgió una bella flor blanca que conocemos por su propio nombre.
Se trata solamente de una historia mitológica, pero nos ayuda a considerar si es lícito que nos amemos a nosotros mismos. Dondequiera que vayamos comprobaremos que el hombre se esfuerza desmesuradamente por alcanzar una estatura por encima de los demás. Y de ese modo el orgullo y la soberbia hacen estragos indescriptibles en las vidas y en las relaciones de los humanos. De ahí que en el libro de Proverbios se nos haga un pregunta al respecto seguida de una respuesta no carente de humor:
«¿Has visto hombre sabio en su propia opinión? Más esperanza hay del necio que de él.» (Proverbios 26:12).
Nada en las Escrituras nos puede hacer pensar que poseer talentos sea algo malo de lo que tengamos que sentirnos avergonzados. Sin embargo, el problema surge cuando excluimos a Dios del planteamiento; cuando asumimos que somos mejores porque poseemos alguna habilidad; cuando olvidamos que todos nuestros talentos nos han sido prestados por Dios:
«Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1ª Corintios 4:7).
Si perdiéramos los dones, talentos y habilidades con que Dios adorna a todos y cada uno de sus hijos e hijas, ¿qué quedaría de nosotros? ¿Cómo nos veríamos a nosotros mismos? ¿Con qué norma o nivel nos mediríamos? Pero si nos contemplásemos como el Señor nos ve, dejaríamos de considerarnos superiores los demás:
«Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno… Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión.» (Romanos 12:3, 16).
En nuestra adolescencia solemos sentirnos insatisfechos con nosotros mismos. No es frecuente que aceptemos nuestro aspecto, nuestra voz, el color de nuestro cabello, ni nos sintamos contentos con nuestros logros. Fácilmente creemos que carecemos de talentos, nos vemos demasiado gruesos, o demasiado delgados, o demasiado altos, o demasiado bajos. Así es como nace esa pobre imagen de nosotros mismos, alimentada por toda suerte de frustraciones, que no sólo obstaculizará nuestro desarrollo social, sino también nuestro crecimiento espiritual, por cuanto no es posible crecer en el conocimiento y en la gracia de Jesucristo, y mantener al mismo tiempo una mala imagen de nuestra persona. De ese modo millones perpetúan una adolescencia psico-afectiva y espiritual, ignorando que Dios espera que si le amamos, nos amemos también a nosotros mismos.
«Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.» (Marcos 12: 30-31).
Ahora bien, amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, no significa que tenemos que parecernos a Narciso. El Señor no espera de nosotros un amor egocéntrico, atrapados en un auto- enamoramiento enfermizo. Pero, al mismo tiempo, nos resultará imposible amar a los demás, a menos que comencemos por amarnos nosotros. Será imposible que respetemos a nuestro vecino si no nos respetamos primeramente a nosotros mismos. No obstante, siempre habrá cosas en nuestra vida de las que no nos sintamos particularmente dichosos. Pero eso no significa que tengamos que caer en el pozo de un complejo de inferioridad. Si hemos entregado nuestro corazón a Jesucristo, recibiéndole como nuestro único Señor y Salvador personal, entonces no tenemos nada por lo que avergonzarnos. Somos nuevas criaturas, hijos de Dios por la fe. El Señor nos ha tomado a su cargo y custodia, y nos conducirá por las sendas de su justicia, conforme a sus propósitos y promesas. Las quejas, las reclamaciones, los celos y las contiendas jamás aportarán ni una sola solución, sino, antes bien, toda clase de problemas añadidos. El apóstol Pablo manifiesta de manera corta, clara y concisa que la victoria según Dios está sólo en Jesucristo: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.» (Filipenses 4:13).
No hemos de contemplar los retos de la vida para huir cobardemente de ellos, ocultándonos en filosofías o teologías escapistas, sino afirmar nuestra pertenencia al Señor, sabiendo que su amor y su poder nos capacitarán siempre para acometer y alcanzar cuanto Él nos encomiende.
>Esa actitud no es orgullo, ni mucho menos puede equipararse a la autosuficiencia. Antes bien, es una visión clara de la voluntad divina. El propio apóstol Pablo lo explica a los hermanos en Corinto:
«Y tal confianza tenemos mediante Cristo para con Dios; no que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.» (2ª Corintios 3:4-6).
Cuando el Señor nos llama a hacer algo en su nombre y acorde con su Palabra, no permitamos que una mala imagen de nosotros mismos interfiera en la obediencia al Amado. Sirviéndole en santidad comprobaremos cómo gradualmente somos fortalecidos en competencia y confianza para dar pasos de fe. No tenemos que mirarnos al espejo constantemente para ver si nos gustamos a nosotros mismos, ni atarnos a las opiniones de todos los demás en un necio esfuerzo por complacer a todos, convirtiéndonos en marionetas atadas a muchas cuerdas. Es al Señor a quien hemos de mirar. El criterio del Bendito es el que cuenta. No tenemos que pasarnos la vida comparándonos con otros para ver si nuestras habilidades son suficientes o adecuadas. Es a Jesús a quien hemos de mirar en todo momento y circunstancia. No tenemos que ser como éste o aquél. Dios nos ha creado para que seamos nosotros mismos. Sólo hay un estorbo en nuestra vida: el pecado; y de ese problema es el Señor por medio de su Espíritu quien ha prometido ocuparse.
No olvidemos que no hay nada que nosotros podamos hacer para que el Señor nos ame más de lo que nos ha amado y amará por toda la eternidad. Nunca perdamos de vista que si pertenecemos al Señor es porque en Él hemos sido aceptados. Ahora nos toca a nosotros aceptarnos a nosotros mismos. Si nos miramos en el rostro de Dios, que es Cristo Jesús, podremos amarnos adecuadamente. Sólo en Él podremos tener la imagen de nosotros mismos que Dios quiere que tengamos.