Nº 1.740 – 5 de Noviembre de 2017
Cuando falta la meditación en nuestra vida, somos incapaces de resucitar instantes. Esa falta no nos permite vivir el presente en profundidad, y entonces es fácil perderse en el pasado y en el futuro como realidades inconexas. El único momento en que estamos vivos y podemos tocar la vida con todos nuestros sentidos, conocidos y desconocidos, es el momento presente, el aquí y el ahora.
El tambor propaga su sonido porque está abierto… El espejo refleja la imagen porque está abierto… La rueda es redonda gracias a sus ejes y el espacio abierto entre ellos… Construimos casas, pero habitamos en los espacios abiertos entre los muros…
Podemos leer el texto gracias a la apertura dentro de las letras, entre las palabras y entre las líneas, pues de lo contrario el texto sería un gran borrón.
No podemos pretender ser llenados si previamente no nos vaciamos. La meditación es un vaciarse ante la presencia de Dios, quien llena todas las cosas. Si nos inclinamos seremos alzados; si nos vaciamos seres llenados; si nos desgastamos seremos rejuvenecidos; si poseemos poco seremos fructificados, y ese poco convertido en mucho no se perderá si se comparte.
Nos cuesta meditar porque nos falta calma. Hemos olvidado, si es que alguna vez nos lo han enseñado, que la calma es la base de la comprensión y de la percepción justa. La calma es fuerza. Por eso Jesús nos ha dicho que nos deja su paz, que nos la entrega como regalo de su gracia, para que no se turbe nuestro corazón.
Quien consigue descubrir y asumir que su propia verdad es parcial, que está sujeto a error, logrará seguir meditando, desarrollará sentidos desconocidos y respetará a los demás.
No haber seguido ese camino es la causa del fracaso de los sistemas religiosos.
Dijeron los sabios antiguos que la verdad es la morada del sabio; el deber, su camino; la cortesía, su vestimenta; la prudencia, su antorcha, y la sinceridad su sello.
La falta de meditación nos hace mirar en conformidad con los límites de nuestros ojos, a escuchar con los límites de nuestros oídos, y a sentir sólo con los límites de nuestro aliento de vida. Pero la meditación nos abre horizontes en los que el cielo y la tierra se encuentran y se abrazan.
Mucho amor, Joaquín Yebra, pastor.