Nº 1.737 – 15 de Octubre de 2017
Ni los sabios, ni los eruditos, ni los poetas saben definir el amor, a menos que ellos mismos hayan escogido el camino del amor, en cuyo caso no necesitarán definirlo.
Lo más humano que nosotros tenemos que hacer en la vida es aprender a hablar de nuestras convicciones y sentimientos sinceros, y vivir con sus consecuencias.
Este es el primer requisito del amor, y el que nos vuelve vulnerables ante los demás. Por otra parte, nuestra vulnerabilidad es lo único que podemos ofrecer a los otros.
Hemos de asumir que seremos amados durante algún tiempo, y después olvidados. Pero el amor habrá bastado.
Todos aquellos impulsos de amor retornan al amor que los produjo.
El amor es como la materia, que no se destruye sino que se transforma.
El presente es el amor, la auténtica supervivencia y el único significado.
Solamente el amor es resucitable. Por eso Dios resucita a Jesús de entre los muertos, porque todo en Jesús era resucitable.
Si hubieran existido psiquiatras en Jerusalem hace dos mil quinientos años, es muy probable que el “kohelet”, el “predicador” del libro de Eclesiastés, hubiera acudido a uno de ellos con estas palabras:
“Soy infeliz porque siento que en mi vida falta algo. Siento que no soy tan homogéneamente bueno como debería ser…
Siento que estoy desperdiciando gran parte de mi tiempo y mi talento…
Intento continuamente estar a la altura de las normas que me impongo, y a veces me acerco a ellas, pero nunca las alcanzo del todo…
Siento que a pesar de todas las ventajas que tuve, desperdicié mi vida miserablemente…”
El terapeuta le habría respondido poco más o menos así: “Exige usted demasiado de sí mismo. Sea realista y disminuya sus expectativas. Después de todo, usted es sólo humano.”
El Predicador hubiese quedado aún más desilusionado de lo que estaba antes de pedir consejo.
Si hubiera recurrido a Dios, en vez de a los consejeros, habría escuchado la voz del Señor diciéndole: “Déjate amar”.
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.