Nº 1.735 – 1 de Octubre de 2017
Todos los conceptos que empleamos tienen su historia, su fecha de nacimiento y su desarrollo. De ahí que confundir a los empobrecidos de la época bíblica con los pobres de la sociedad industrial sea un craso error. El concepto de “clase” y la conjunción sociopolítica entre los “pobres” y la “clase obrera” hacen inevitable que se plantee también esta cuestión en su plano teológico. Por eso es que los “pobres” en el contexto bíblico son los “empobrecidos”, es decir, los oprimidos en un sentido amplísimo: Los que sufren opresión y no se pueden defender, los desesperanzados, los que no tienen ni esperan salvación. De ahí que el concepto de “pobres” ampara no sólo a los económicamente débiles, sino que es voz que define a todos los desgraciados, los oprimidos, los que saben que están por completo a merced del auxilio de Dios, de nadie más.
Evidentemente, el concepto de “pobres” o mejor de “empobrecidos”, no cabe dentro del sentido sistemático de “clase”. El contexto desborda la clase como aquel conjunto donde se valora al empobrecido solamente desde la eficacia histórica, dejando al margen todo lo no rentable en términos de conquista del poder político y social. Los “pobres” del Evangelio son también los leprosos que viven fuera de la ciudad, aislados y separados de la sociedad. Por eso conviene recordar que el “espíritu de pobreza” significa que también se da la pobreza como opción voluntaria, es decir, como renuncia a adquirir riquezas. De ahí que algunos acierten al traducir “bienaventurados los pobres” por “dichosos los que eligen ser pobres”.
Para nuestro Señor Jesucristo, la miseria de los enriquecidos significa que éstos están expuestos a la máxima amenaza: Mateo 16:26: “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿o qué recompensa dará el hombre por su alma?” Es decir, de su ser. De ahí que también a los enriquecidos les alcanza el mensaje de la salvación.
El gran fallo del cristianismo organizado e institucionalizado no ha sido tanto el predicar a los ricos, cuanto el que esa predicación se convirtiera en una confirmación de la posición de “clase” de aquellos. No se trata, pues, de excluir a los enriquecidos de la salvación que se nos ofrece, sino de no haberles advertido en nombre de Dios que ellos son quienes se autoexcluyen, y por eso es necesario liberarse de la riqueza como impedimento para entrar en el Reino. Por la puerta estrecha no cabe un equipaje pesado. Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.