Nº 1.732 – 10 de Septiembre de 2017
A través de la experiencia del “Siervo Sufriente”, es decir, del “Mesías Sufriente”, el que vendrá en el Gran Día de Dios como “Mesías Triunfante”, Israel recibió la revelación del amor de Dios como la de un amor que no sólo se preocupa por el empobrecido, sino que opera siempre desde él, identificándose con su suerte, porque nuestro Señor sabe que sólo así será posible la salvación para todos.
La figura del “Ebed Yavé”, el “Siervo del Señor”, despreciado, pisoteado e identificado con todos los humillados y marginados del mundo, constituye el signo máximo de la identificación del Señor con los sufrientes. La idea del servicio doloroso substitutivo, lejos de decaer en el tiempo posterior al destierro del pueblo hebreo, fue penetrando incluso en la existencia concreta de cada individuo. De ahí que la figura del Siervo bosquejada por el profeta Isaías sea el punto culminante de todo el pensamiento hebreo en los días del Antiguo Pacto, pues en él se rompen todas las estreches nacionalistas.
Israel debía reconocer en el destierro de este Siervo su propia misión, y ver en el misterio de la substitución el verdadero núcleo de su existencia histórica. Jesús eleva la figura del Siervo a una altura inconcebible, identificándola con su propio misterio, y clavando de modo indeleble en la humanidad la conciencia de que en la historia no es posible otra universalidad real que la que comienza por abajo, por los empobrecidos, los agobiados y afligidos. En la figura del Siervo, éste acumula en sí toda la negatividad humana: Isaías 52:14: “Como se asombraron de ti muchos, de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres.” Por eso nos salvó a todos: Isaías 53:5: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.”
Desde muy pronto, la comunidad cristiana naciente comprendió que es figura del Siervo Sufriente se cumplía de modo realísimo y ejemplar en la vida del nazareno Yeshúa, latinizado “Jesús”.
De esto se desprende que el discípulo de Jesús, ante los sufrimientos universales, no puede reclamar para sí mismo ningún derecho especial. Perder la vida por Jesucristo significa la pérdida total del hombre, varón y mujer, y, por consiguiente, sólo puede ganarse la vida a sí misma mediante la recuperación total del hombre, la nueva vida que se nos ofrece por gracia en el Señor Amado. Mucho amor, Joaquín Yebra, pastor.