Nº 1.714 – 7 de Mayo de 2017
Muchos se han preguntado en el curso de la historia cómo sería el semblante de Jesús de Nazaret…
Cómo sería su piel, el color de sus ojos y de sus cabellos, el timbre de su voz…
Los pintores y los escultores han procurado interpretar a Jesús plasmándolo sobre los lienzos y esculpiéndolo en las piedras.
Pero pocos han sido quienes han encontrado la imagen de Jesús que Él mismo nos ha dejado en el Evangelio, cuando nos dijo que “tuvo hambre, y le dimos de comer; tuvo sed, y le dimos de beber, fue forastero, y le recogimos, estuvo desnudo, y le cubrimos, enfermo y en la cárcel, y le visitamos…”
Y a la pregunta de cuándo le vimos así, Jesús respondió diciéndonos:
“De cierto os digo que, en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.”
Nuestra vida es un viaje hacia la eternidad, un peregrinar hacia el Cielo.
Nuestra vida es un camino hacia el encuentro con Dios nuestro Hacedor.
Ese caminar es la oportunidad que recibimos para realizar toda nuestra condición humana.
Si somos niños, no queramos actuar como jóvenes; si somos jóvenes, no queramos actuar como adultos; si somos adultos, no queramos actuar como jóvenes.
En cada momento de nuestra vida, vivamos su riqueza y su novedad.
Guardemos la identidad de nuestra edad, ya seamos varones o mujeres.
Vivamos la plenitud de la etapa de la vida en que nos hallemos, sin miedo de pasar a la siguiente cuando llegue su momento.
Pero sobre todo, asegurémonos de llevar consigo el “pasaporte” al Cielo: La sangre de Cristo Jesús derramada por nosotros en aquella Cruz del Calvario, donde nuestro Redentor ocupó nuestro lugar de juicio y castigo.
En ese “pasaporte” aparecerán también las firmas de aquellos hermanos menores con quienes compartimos las bendiciones recibidas de la bondad divina.
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.