Nº 1601– 8 de Marzo de 2015
Puede que nos hayan enseñado que la compasión es sentir pena por alguien, pero si ha sido así, nos han grabado un craso error en el corazón.
La compasión es una cosecha que ha de ser cultivada, o de lo contrario quedará oculta y yerma entre otros sentimientos que la asfixiarán.
La compasión es la disponibilidad para sentir dolor, lo cual demanda estar preparados para recibir la formación del guerrero.
Los viejos sabios de Oriente afirmaban que para cultivar la compasión hemos de imaginar al animal a punto de ser sacrificado, el reo en el camino al patíbulo. Hoy podríamos contemplar a la madre subsahariana sosteniendo a un bebé esquelético apretado a sus pechos vacíos, y hacer el ejercicio de ponernos en su lugar.
Semejante pensamiento nos asusta, incluso nos aterroriza, y rápidamente vamos al mando a distancia para cambiar de canal. Pero la realidad continúa más allá de la nueva pantalla.
Sin embargo, para poder aproximarnos realmente a la compasión precisamos primeramente experimentar y reconocer nuestro miedo al dolor.
La práctica de la compasión es atrevida. Nos acerca lenta pero progresivamente hacia lo que nos asusta. Ahí entra la obra del Santo Espíritu de Dios cambiando nuestro ánimo huidizo y evitando que nos ocultemos tras la aversión. De ese modo nuestros corazones no son endurecidos, sino sensibilizados.
Nuestra cobardía natural se transforma en la osadía de acercarnos al dolor de los demás, a sus sentimientos, emociones y aspiraciones.
¿Qué tiempo y esfuerzo dedicamos al cultivo de la compasión? ¿Estamos demasiado ocupados para esta labor? Entonces es que estamos realmente demasiado ocupados en nosotros mismos.