Nº 1405– 15 de Mayo de 2011

Publicado por CC Eben-Ezer en

Buscar supuestas grandes cosas sin apreciar las pequeñas y comunes es una de las principales fuentes de infelicidad ante los humanos. Y puede que también sea una fuente de enfermedad.
Es bueno aspirar a cosas mayores, realizaciones superiores, metas más elevadas; pero procurar tales objetivos mientras nos pasan inadvertidos el canto de los pájaros, el milagro del respirar, el sonido de la lluvia sobre el tejado, el olor de la tierra mojada, la grandeza del mar, la música del viento entre las ramas, el sonido otoñal de las hojas secas bajo nuestros pies, es un auténtico despropósito.
Jesús de Nazaret nos ha dicho que jamás podrá magnate alguno superar la riqueza con que se visten los lirios en los prados; los que además de ser de una belleza incuestionable, permanecen silenciosos, humildemente callados ante su Diseñador.
En realidad, esa es la belleza y la grandeza del cosmos y todo cuanto lo constituye. No entra en competitividad, en comparación, sino que cada uno de sus componentes es lo que es y ocupa el lugar que le ha sido asignado, sin pretender ser lo que no es. De lo contrario, el mundo sería un lugar en el que abundarían mucho más los neuróticos que hoy son, y que generalmente llegan a ocupar los lugares de dirección de cuanto el hombre emprende.
Se cuenta que en un templo se hallaban orando un rey y un sacerdote. El rey decía en su plegaría: “Yo no soy nadie, no soy nada delante de ti, Señor”. El sacerdote se expresaba en los mismos términos: “Yo no soy nadie, no soy nada delante ti, Señor.” Llegó un mendigo y les escuchó sin comprender lo que pretendían decir. Y el pobre se dirigió al Señor, y dijo en su oración: “Yo soy un mendigo ante ti, Señor.”
Creo que el mendigo fue el único de los tres que oró con verdadera sinceridad.
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.