Nº 1352– 9 de Mayo de 2010
Jesús nunca se sintió impresionado por los lujos de los hombres, sino, antes bien, entristecido. La modesta vida cotidiana de nuestro Salvador estuvo siempre en consonancia con la extracción social de su familia.
El Hijo de Dios, infinito y eterno, estuvo siempre cerca de los pobres y los humildes. Su encarnación fue un descenso hasta los más modestos, para que nadie se sintiera jamás excluido de su presencia. Además, los Evangelios dan testimonio claro de que Jesús estuvo siempre al alcance de todos.
Jesús de Nazaret es la más clara y contundente demostración de lo que puede ser una humanidad unida a la Divinidad. En Jesús se manifiesta lo que verdaderamente es la grandeza para Dios nuestro Señor: La misericordia, la compasión y el amor.
Jesús nos muestra al Dios Eterno como reconciliación, misericordia y justicia. Así es como Jesús se muestra como puente entre la humanidad y la Divinidad, salvando el inmenso abismo del pecado que separa al Dios tres veces Santo, del hombre pecador empedernido.
No podemos perder de vista a Jesús, ejemplo para nosotros en todas las cosas: “Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” (Juan 17:19).
Contemplar el amor de Dios nos transformas por su gracia soberana. Con la mirada puesta en Jesús, somos llevados de la mano del Espíritu Santo y de la Palabra de Dios de la transgresión a la obediencia, del pecado a la santidad, del camino torcido a la rectitud de vida.
Abandonemos nuestros orgullos y frivolidades para rendir nuestros corazones al Buen Jesús, Autor del Bien, Redentor de nuestras vidas y Salvador Eterno.
Aceptemos la reconciliación con Dios confesando nuestros pecados, humillándonos bajo la poderosa mano de Dios, arrepintiéndonos, es decir, dándonos la vuelta en nuestro camino, y fiándonos de Jesucristo con todo nuestro corazón.
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.”
Mucho amor. Joaquín Yebra, pastor.